Arte latinoamericano en sede de la ONU | El Nuevo Siglo
Lunes, 4 de Mayo de 2015

Fraternidad, LA obra mural realizada por el maestro Rufino Tamayo en 1968, está de regreso en la sede de la Organización de las Naciones Unidas, sitio en el que estuvo sin interrupción desde 1972 hasta 2010. Tras su completa restauración y posterior exhibición temporal en el Congreso del Estado de Durango, esta magnífica obra retorna a la ONU.

Fraternidades el concepto que anima esta pieza, una de las obras cumbre del maestro, y por ello no hay mejor lugar para acogerla que la sede de la organización universal en Nueva York que, desde su establecimiento en 1945, ha contado con el apoyo y el sostén permanente de México.

Esta obra representa la solidaridad y la comunión de la raza humana, simbolizada por un grupo de individuos entrelazados por la espalda rodeando una hoguera, que representa la fuerza del progreso y el ingenio de la humanidad.

Este grupo se encuentra enmarcado por la imagen de una pirámide, a la izquierda, y por la silueta de un edificio moderno, a la derecha. El conjunto transmite un mensaje profundamente humanista, el de la unión fraternal del género humano como vía hacia un futuro de prosperidad.

Rufino Tamayo y el pueblo de México donaron esta obra a la ONU en 1972. Ubicada en un vestíbulo de acceso al recinto, por décadas este cuadro transmitió su mensaje de amistad fraterna y aspiración de progreso compartido entre las naciones a los diplomáticos, funcionarios y altos dignatarios que a diario dialogan y se encuentran en los espacios del organismo.

Emblemática

Gracias al trabajo experto de restauradores del Instituto Nacional de Bellas Artes, México estuvo en condiciones de reinstalar esta obra emblemática, trabajada originalmente en óleo y acrílico sobre una tela gruesa de cáñamo, tejida por artesanos de Texcoco. Este fue el último trabajo mural realizado por Tamayo, que hacia esas fechas era considerado ya como uno de los más grandes artistas plásticos de su tiempo, un ciudadano del mundo nacido en México.

Oaxaqueño, indígena, heredero de viejas estirpes zapotecas, Tamayo nació en 1899 y descubrió su vocación por la pintura en su niñez. A los 16 años entra a la Academia de San Carlos. Fue un excelente dibujante y un gran colorista, que supo abrevar del arte mexicano antiguo y moderno, y también de las vanguardias europeas de su época, para crear un lenguaje propio y único en la historia de la pintura.

Su primera exposición pública, realizada cuando tenía 27 años, le ganó un importante reconocimiento y le abrió las primeras puertas en capitales culturales como Nueva York, París y, desde luego, México.

Los años 50 le traen honrosos reconocimientos, y los sesenta su consagración como uno de los más grandes creadores del siglo. En 1957 Francia lo nombró Caballero de la Legión de Honor; dos años después fue nombrado Miembro Correspondiente de la Academia de Artes de Buenos Aires y, en 1961, se le eligió miembro de la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos. En 1964 recibió en México el Premio Nacional de Artes. Fraternidad data precisamente de esa época de gran madurez.

El pasado 27 de abril, México, formalmente, hizo entrega, nuevamente, a la Organización de las Naciones Unidas, de esta obra entrañable, muy querida por los mexicanos y por muchos pueblos.

En esta fecha, el país azteca transmitió al organismo universal una reflexión de generosidad que alguna vez nos regalara el propio maestro Tamayo: “mi sentimiento —nos decía— es mexicano, mi color es mexicano, mis formas son mexicanas, pero no son las características que mi nacionalidad me ha impuesto lo verdaderamente importante en mi ser, o en el de cualquier otra persona. Lo fundamental es que soy un hombre igual a los otros hombres, dotado, igual que ellos, con las mismas aspiraciones y preocupaciones. Recibir del mundo y dar al mundo cuanto pueda: éste es mi credo de mexicano internacional”.