Dos de la tarde, del jueves 7 de septiembre. Casi un millón de almas congeladas se mantenían firmes en el Parque Simón Bolívar. Las torrenciales lluvias de la tarde no lograron espantar a un sólo creyente, pues todos querían ver, escuchar y sentir al papa Francisco, contagiarse de su carisma y su fe absoluta.
Las oraciones fueron escuchadas y las gotas del cielo dejaron de caer sobre el Simón Bolívar, en el que se sentía fervor y esperanza, la esperanza de un pueblo que necesita renacer en la fe y en la alegría después de décadas de violencia, como lo decían cientos de camisetas que llevaban marcado el lema del Papa: “Demos el primer paso”. Uno que ayer no sólo los bogotanos, sino todos los visitantes que llegaron en la madrugada o incluso desde días atrás, estuvieron listos a darlo.
Las ‘adolescentes’ de Boyacá
Desde Pisba, Boyacá, llegó un grupo de al menos diez mujeres. Entre todas bien podían sumar más de 700 años, pero sus avanzadas edades no fueron una limitante para vivir un sueño que inició meses atrás cuando fue anunciada la llegada de Su Santidad a Colombia, pues como dicen ellas, “el país tiene sed de fe, de perdón y en especial de Dios”.
Llegaron hace tres días. Algunas acompañadas de un familiar para que se ocuparan de transportar los inmensos equipajes por los 133 kilómetros que las separaban de Bogotá. Desde el anuncio de la visita hicieron un pequeño ahorro para contratar una camioneta, comprar la comida en su estadía en la ciudad y dejar una parte reservada para emergencias. Se hospedaron en la casa del hijo mayor de doña Clara, la organizadora de 54 años que trajo a todas sus amigas a participar de una nueva visita papal, después de que pasaran 31 años de la anterior.
Clarita, como la llaman sus amigas, era la más joven de todas. Vino preparada con la gorra y la camisa oficial del evento. Trajo consigo un par de banderines con los colores del Vaticano y el corazón abierto para escuchar la palabra del sucesor de San Pedro. Orgullosamente afirmaba que esta visita cambiará la historia del país. Incluso decía que luego de medio vislumbrar la figura del Pontífice el miércoles, en su Papamóvil por la Calle 26, camino hacia la Nunciatura, algunas de sus dolencias en la cadera y espalda desaparecieron “como por arte de magia”. También sostenía que “la fe mueve montañas” y que “la fe es lo que me permitió estar aquí”.
Y si bien sus espíritus rebosaban de emoción, quedaron inconformes con lo poco que vieron el miércoles. Los ríos de personas fueron una limitante para estar en primera fila y ver de cerca a su más grande ídolo. Por ello, ayer su misión y su lema fue “estar lo más cerca posible”. Así que desde las cinco de la mañana se levantaron a repasar la larga lista de elementos que debían empacar para pasar una jornada de ocho horas a la espera de la celebración eucarística.
Parecían adolescentes antes de un gran concierto, pues sus almas, que aún respiran juventud, esperaban la satisfacción de repetir la experiencia que vivieron cuando llegó Juan Pablo II, a quien, en ese mismo lugar, pudo tocarle la mano Rosalba, una mujer que asegura que Francisco es el Papa de la gente y que sin importar lo gastado durante este peregrinaje a la capital del país, todo será multiplicado en bendiciones para todos los hogares colombianos.
Ella vino con su hijo Juan Carlos. Ambos estuvieron vestidos con abrigos y zapatos muy sencillos. Para venir a Bogotá tuvieron que recibir algunas ayudas de vecinos y amigos, pues Rosalba ansiaba repetir esa sensación en su corazón cuando estuvo tan cerca de Juan Pablo II. “Ese Papa que no se olvidó de lo que pasó en Armero, no se olvidó de los pobres”, decía la mujer mientras algunas lágrimas recorrían sus mejillas.
Familia impactada
Cuatro de la tarde. La gente enloquece porque ya sabe que el papa Francisco viene en camino. Entre ese mar de gente hay una familia perteneciente a una comunidad cristiana. Una familia que vino a cumplir la promesa que les hicieron a sus abuelos, que ya están en silla de ruedas y no pudieron asistir al Simón Bolívar. Esos abuelos son Roberto y su esposa Carmen, que nunca han aceptado las invitaciones de sus hijos a ser evangélicos. Dicen que ser católicos, apostólicos y romanos es su herencia, su tradición. Fueron bautizados, confirmados y casados bajo las creencias católicas, que ellos sienten como las más verdaderas.
Sus hijos, que a regañadientes obedecieron a sus abuelos y padres para que vinieran a ver al Papa, se ven sorprendidos en medio del ambiente del Simón Bolívar, sintonizados con una vibra reconfortante y un tanto increíble. Están sorprendidos por el ambiente de admiración y espiritualidad que cientos, miles y millones de personas, no sólo en el parque, sino en el país, sienten al escuchar a Francisco, un ser que ellos no ven como su líder espiritual. También reconocen que lo dicho por el Papa, el miércoles en la Nunciatura, fue algo que no esperaban que los impactara, que les llegara o que les moviera tanto. El Pontífice los conectó con una sola frase: “No permitan que nadie les robe la alegría”.
Cuatro treinta. Llega el Papa. Cientos de miles lloran, vitorean y agradecen por el momento histórico que están viviendo. Algunos están sobre las copas de los árboles o sobre las bancas que trajeron. Muchos niños esperan con ansias conocer a ese personaje del que todo el mundo habla. Sus padres los alzan en hombros. Algunos gritan: “ahí viene el Papamóvil”. Como Sofía, una pequeña de siete años que con su pasamontañas y una bandera con la cara del Sumo Pontífice grita el nombre de Francisco. Al preguntarle sobre él, ella responde con su voz inocente: “Él es el que envió papito Dios para que nos vaya bien a todos”.
Todo listo para la misa. Un millón de personas, un millón de historias personales que preparan su corazón y mente para escuchar y dejarse impactar por el Papa de la solidaridad y la reconciliación.
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