Crisis carcelaria: de falencia coyuntural a estructural | El Nuevo Siglo
Lunes, 9 de Mayo de 2016
La crisis en el sistema carcelario en Colombia es estructural y de muy vieja data. No hay gobierno en las últimas décadas que no haya afrontado picos de esta problemática y que adoptara medidas de distinta índole para hacerle frente, ya fuera por la vía de aumentar el número de cupos en las prisiones, flexibilizar el régimen penitenciario para permitir el cumplimiento extramural de las penas e incluso determinar reformas a los códigos Penal y de Procedimiento Penal para que la libertad de los sindicados e incluso condenados sólo se afecte en casos extremos, ya sea por la gravedad de los delitos cometidos o la peligrosidad de los procesados para la sociedad. 
 
En diciembre pasado, por ejemplo, el entonces ministro de Justicia advertía que el hacinamiento en las prisiones era un flagelo difícil de derrotar pese a que desde el año 2000 se habían invertido aproximadamente 3,5 billones de pesos en la construcción, adecuación, operación y mantenimiento de reclusorios. Sostenía que aunque los cupos carcelarios y penitenciarios aumentaron en un 180 por ciento por esos recursos, la población privada de la libertad creció en un 309 por ciento. De allí, admitía, que a pesar de la capacidad del Estado para generar cupos en las prisiones, las tasas de hacinamiento seguían “por encima del 50 por ciento”. Más preocupante aún la sentencia final del entonces ministro: si la tendencia de crecimiento en la población privada de la libertad se mantiene, a pesar de la creación de nuevos cupos, la tasa de hacinamiento llegará a ser del 77,25 por ciento en los próximos tres años.
 
De allí que la decisión de la semana pasada en torno a decretar la emergencia carcelaria debe ser entendida como una medida que no va a solucionar los problemas estructurales del sistema de prisiones, sino apenas buscar una solución urgente a la grave crisis que se registra en todas las prisiones en materia de atención en salud. Las cifras son alarmantes, no sólo se presenta una falencia en la prestación de los servicios médicos en la gran mayoría de los 74 penales, producto incluso de la crisis que afecta al sistema en general, sino que hay reclusos con VIH, cáncer, diabetes, enfermedades respiratorias, psiquiátricos y con otras patologías que no están recibiendo medicamentos ni tratamientos adecuados. Así las cosas, con la declaratoria de la emergencia se buscará la contratación directa de obras de mejoramiento en unidades de sanidad, compra de medicamentos, realización inmediata de brigadas y planes de atención urgente a los reclusos más enfermos.
 
De emergencia a emergencia
 
Como plan de choque la medida es plausible. Sin embargo, es claro que la solución de fondo aún está pendiente. La propia Defensoría del Pueblo ha insistido de tiempo atrás que la crisis carcelaria es muy profunda e incluso pide que se acuda, mejor, a decretar una emergencia social carcelaria y que sea bajo ese estado de excepción que se puede, por ejemplo, modificar el modelo de prestación de salud, reformar transitoriamente el régimen penitenciario y el Código Penal para viabilizar la excarcelación de sindicados y condenados de baja peligrosidad, aumentar el pie de fuerza del personal de vigilancia y custodia así como invertir más recursos para garantizar los derechos de los reclusos.
 
Al final de cuentas, el debate se termina circunscribiendo a cuál de las dos problemáticas debe atacarse primero: la coyuntural o la estructural. Habrá quienes digan que aplicar correctivos a la primera permite avanzar en solucionar la segunda, pero ello, en la práctica, no necesariamente funciona. Las continuas reformulaciones de la Política Penitenciaria y Carcelaria han sido coherentes pero la persistencia de la crisis carcelaria pone sobre el tapete una ineficacia relativa. Criticando que la alternativa más recurrente sea construir más reclusorios, la academia, las altas Cortes y demás actores del sistema judicial sostienen que la génesis no es el sistema de prisiones en sí, sino una política criminal que no responde a la realidad del país, que exagera en la judicialización, incurre demasiado en el populismo punitivo, no tiene mecanismos eficientes de resocialización de presos y afecta con demasiada facilidad el derecho a la libertad, entre otras falencias. Y tampoco faltan los análisis sociológicos que concluyen que la colombiana es una sociedad demasiado proclive a la cultura del atajo y allí traspasa con demasiada facilidad la línea difusa de la infracción penal.
 
¿Qué hacer? Interrogante difícil cuya respuesta requiere no sólo un gran debate nacional, sino también revisar experiencias en otros países. Por el momento no hay mayor alternativa a aplicar pañitos de agua tibia a la crisis.