En Colombia se ha venido dando una catarsis de la enfermedad de la ética en general y de la pública en particular. Al respecto la revista Semana (edición n°1836), trajo en su carátula el titular “¿En qué momento se acabó la ética en Colombia?”. También habla de la enfermedad el que el debate público sobre la financiación de las campañas de Santos y Zuluaga por parte de Odebrecht se haya centrado más en si ya se cumplió o no la caducidad para la investigación del CNE, y no en el divorcio entre ética y política reflejado en la violación de los topes con sofisticado soborno incluido.
Ahora bien, dicha catarsis ha tenido algunos efectos purificadores en lo disciplinario y en lo penal. No es sino recordar las personas que han sido sancionadas por los casos de corrupción más sonados. Sin embargo ¿porqué continúan los escándalos?
Porque la crisis ético-moral de nuestra sociedad es amplia y se refleja, entre otros fenómenos, en que no han sido muchas las carreras políticas que han terminado por los escándalos, debido a que mucha gente -engañada con la atosigante propaganda financiada de manera espuria- sigue votando por los mismos protagonistas de esos escándalos o sus allegados. Esto en el mejor de los casos, pues en el peor mucha gente vende su voto al mejor postor. Lo cierto es que algunos analistas suponen una ciudadanía hastiada frente a una clase política que con cada escándalo se hunde más en el desprestigio, pero cada cuatro años sus análisis se controvierten en las urnas porque salvo excepciones, las maquinarias para obtener votos comprados siguen funcionando resultando elegidos varios de los mismos.
¿Qué hacer? apuntar en serio al acceso al ejercicio del poder político haciendo más transparentes las elecciones y claro está la meritocracia para el nombramiento en cargos públicos. Y en esta dirección una de las medidas eficaces es la de establecer el voto obligatorio.
Los argumentos en contra giran alrededor de la coartación de la libertad de los ciudadanos. Pero en esa lógica también se coartaría la libertad con los impuestos, con los peajes etc… Es decir, lo que está en discusión es si la libertad es un fin en sí mismo o es un medio para alcanzar otros fines mayores; en el caso que nos ocupa se trata de mejorar la transparencia de la democracia.
Los abstencionistas podrían reclamar ¿me van a obligar a votar por alguien que ni conozco ni me inspira confianza, o por los mismos de siempre? Pero no son argumentos válidos, pues ellos tienen todas las opciones legales: voto en blanco, tarjetón no marcado, o incluso anular el voto rayándolo. También tienen una mejor opción: elevar la exigencia a los medios de comunicación para que, cumpliendo su deber, faciliten un mejor conocimiento de los candidatos.
En fin, con el voto obligatorio mejora la democracia, sin este siempre habrá un colchón para los distintos negociantes de la política electoral.