“El esplendor estaba allí, en la Mesopotamia”
PLANETARIO
Manadas y tronos
MUCHO tiempo atrás el esplendor estaba allí, en la Mesopotamia, en los ríos míticos que dieron vida al Medio Oriente, a los imperios. También brillaban los ejércitos de Damasco, las tierras del roble, los fértiles campos y la navegación por el Mediterráneo, siempre prósperos fenicios, la Gran Siria.
Al otro extremo florecían califatos envidiables. El Magreb y el Sahel invitaban a soñar con el comercio, las caravanas y ciudades mágicas como Tumbuktú, llenando alforjas, toneles y porrones.
Siglos más tarde, a todos les absorbió la melancolía, las plagas les afligieron, la sequía les marchitaba.
En cambio, los tronos del Norte enriquecieron. Al otro lado del Mar de las maravillas se erigieron castillos y palacios, se forjaron cadenas industriales, se creaba el conocimiento y los ejércitos alcanzaron las capacidades más complejas.
Miles de perseguidos marchaban por la antigua ruta de la seda y las especias hacia el Oeste de Estambul, bordeaban el Adriático, y se estrellaban con las barricadas en los Urales o en los Alpes.
Otros tantos, privados de agua y de bocado, con sus críos moribundos, empezaron peregrinajes extenuantes hasta la orilla del gran lago y a 40 grados en el día y 20 bajo cero cada noche, avanzaban por el desierto hasta el Reino de Marruecos y se estacionaban en los montes cercanos a las dos ciudades de la corona española en territorio africano.
Amuralladas y vigiladas, Ceuta y Melilla se convirtieron en el símbolo de la frustración y la esperanza, tal como sucedía con Lampedusa, la isla de las delicias, que resumía en sí misma la ilusión de llegar a la antigua Roma, a Nápoles o a Génova.
Muchos de ellos acamparon a la espera de sobrepasar los muros, saltar a las penínsulas del Norte y gozar de los bienes, tentaciones y oportunidades siempre ajenas y negadas.
Centenares de ellos lo lograron. Entonces, la liga de los tronos europeos lanzó decenas de fragatas para cerrar el paso a las pateras que pretendían llegar hasta sus costas. Y los caballeros de la Britania acudieron con sus tropas a cerrar el paso en el túnel de Calais.
Fue entonces cuando el primer ministro anglosajón lanzó la sentencia suprema: “¡estas manadas de inmigrantes no llegarán a nuestro reino!”.
Las tropas aguardaban en la boca del túnel. Y el enjambre de subsaharianos también, frente a frente, en campamentos miserables, a la espera de que, tarde o temprano, comenzara la batalla madre de todas las batallas.