Síndrome de Estocolmo
Generalmente, cuando se negocia con terroristas, se presenta una especie de "síndrome de Estocolmo" implícito. Como los terroristas suelen elegir a los miembros más destacados del Establecimiento (por alcurnias, dinastías, delfinazgos) para negociar sin correr el riesgo de que los acuerdos terminen siendo rechazados por la población, recurren a cantos de sirena con los que endulzan el oído de quienes, originalmente, eran verdaderos caballeros, dueños de honor intachable en la lucha contra el crimen.
A sabiendas de que esos herederos del trono están poseídos por la obsesión de continuar y perfeccionar la obra (siempre inconclusa) de sus ancestros, a los maleantes les resulta sumamente fácil seducirlos con la idea de que se convertirán en los grandes pacificadores de la patria y que, al lograr el bien sublime de la paz, nadarán en ríos de gloria, sécula seculorum.
Al atraerlos a la negociación y comprometerlos con un proceso, los criminales convierten a los gobernantes en rehenes porque, tarde o temprano, su suerte política queda en manos de lo que hagan o dejen de hacer los malhechores.
Como por arte de magia, los adversarios de antaño pasan a ser los mejores aliados de los gobernantes y la necesidad de lograr un acuerdo que pueda exhibirse al mundo entero entre bombos y platillos supera cualquier expectativa y se convierte en la razón de ser de aquel que aspira a perpetuarse, ser premiado y recompensado con muchos años más gozando de las mieles del poder.
Atenazados por la inercia del proceso, los herederos del trono se niegan a aceptar las evidencias y se declaran incapaces de dar marcha atrás, de tal modo que cualquier crítica constructiva destinada a abrirles los ojos se convierte en herejía y la sola posibilidad de cancelar las negociaciones pasa a ser sinónimo de sacrilegio.
Presas de ese "síndrome de Estocolmo" del negociador, los gobernantes no solo llegan al extremo de honrar al victimario y minimizar sus atentados sino que condenan a las víctimas y señalan a los demócratas opositores como "enemigos de la paz", "palos en la rueda", "zancadillas del proceso" y promotores de "ruido de sables".
Paranoia, al fin y al cabo. Semántica del miedo, en todo caso. Enfermiza incapacidad de aceptar que cada día se hunden más y más en el mar de la permisividad, la impunidad y la complicidad que, tarde o temprano, los pueblos terminan rechazando con suficiente templanza y rectitud.