Memorando al Santo Padre (I)
“La gente quiere una Iglesia amable y renovada”
Santidad :
Ahora que Usted ya no es un cardenal más, quisiera hablarle de la Iglesia que la gente quiere.
1- La gente quiere que no desaproveche el momento y que nuestra Iglesia no ignore que por primera vez en seis siglos un Papa ha renunciado porque le faltaron las fuerzas para depurar y depurarnos.
¿Podemos confiar en que tendrá Usted el vigor, la firmeza y la dulce paciencia para reencauzar, oxigenar y repotenciar a nuestra Iglesia, dándonos la alegría de vivir un nuevo Concilio Vaticano?
2- Asimismo, la gente quiere que todo aquello que suene a corrupción, actos impuros y falsedad, sea erradicado sin ambages, sin contemplación ni miramientos.
Déjeme decirle que así como se valora la renuncia de Benedicto, también debe ser emulada la que asumió el cardenal O'Brien justo antes de comenzar el cónclave.
¿Cuántos más, querido Santo padre, cuántos más deberían tener el coraje de presentar su renuncia antes de que Usted, sutil, pero, ojalá públicamente, se las pida sin que el pulso tiemble?
3- Por otra parte, la gente quiere una Iglesia amigable, compasiva y confiable, no una Iglesia soberbia que escuda sus faltas en reprimendas, condenas y sanciones.
Quiere que todos comulguemos juntos, aunque nos hayamos divorciado; que encontremos alivio a nuestras penas mediante rituales renovados y festivos, y que nos aceptemos como somos, aunque nuestra identidad de género no sea la que tantos proclaman como biológicamente correcta.
4- La gente también quiere una Iglesia abierta, sin tapujos ni vergüenzas, es decir, una Iglesia en que aquellos que hayan logrado la enaltecedora capacidad de ser célibes, lo sean libremente, pero que aquellos que se hayan sentido dichosos en brazos de su esposa y que, aún en medio de dificultades enormes se hayan sentido felices de construir una familia, le den a Nuestro Señor la dicha de hacerse sacerdotes.
Ya sé que no es fácil deshacerse de tantos prejuicios heredados y de tantas cargas institucionales, pero también sé que si Usted ha alcanzado el trono de San Pedro no es tan sólo para reproducir inercialmente las maneras de ser y de sentir, sino para ponerlas en diálogo con nuestra Autoridad Superior de tal modo que, sometiéndolas a sosegado escrutinio, sepamos interpretar entre todos las ilusiones y sentimientos que el propio Espíritu Santo ha sembrado en nuestros corazones con el correr de los tiempos.