A pocas semanas de abrir Bogotá después del duro aislamiento social por cuenta de la prevención del contagio de la pandemia, un espectro sombrío y sobretodo desesperanzador vive la ciudad a raíz del conflicto que propició la pérdida de la vida de uno de sus ciudadanos, que en medio de la apertura, quería al parecer seguir en la tomata y que muere en manos de unos policías, donde la justicia será la encargada de dilucidar los hechos.
La circunstancia fue el florero de Llorente para recordar -ese día después del Covid, que aún no lo es- que queríamos diferente y temíamos que no lo fuera. Fue ese detonante que esperan las fuerzas organizadas. Lo primero fue lamentable, lo siguiente multiplicado, mil veces peor.
El detonante es esa alerta precisa para provocar o desencadenar acciones, en este caso, de un vandalismo, de jóvenes en su gran mayoría, mujeres y hombres, armados de ímpetu hacia la destrucción. En este caso el blanco fueron los CAI, los Centro de Atención Inmediata de la Policía y también los buses de Transmilenio, paredes, cajeros, con la lamentable historia del septiembre de luto, con más de doscientos heridos y trece muertos, cuando lo que queríamos era respirar la tendencia a la baja de la curva del Covid.
Entonces la gran disyuntiva es cómo manejar el delgado hilo que sostiene un derecho a la protesta, titulada de pacífica, para que no se acoja como excusa por parte del vandalismo despiadado -títere de una organización- que la inteligencia institucional está llamada a destapar.
Donde el gobierno nacional y local, de la mano de la fuerza pública tiene el encargo de contener la salida muy posible al vandalismo, por supuesto en el respeto a los derechos humanos y en sobretodo en la defensa de la vida de la sociedad como un todo.
Qué dolor ver esas imágenes de jovencitos con una garra tremenda destruyendo por doquier sin ningún tipo de escrúpulo, cuántos inocentes, han podido caer en medio de esa tromba y para agravar el asunto las balas perdidas, por descubrir su origen, completan el desolador panorama.
Para profundizar hay que entender, el manejo de los títeres, sacándolos por un momento del teatro. Y cae como anillo al dedo la definición del argentino Ariel Bufano al asociarlos a cualquier objeto movido en función del drama, escenario donde le son indivisibles el movimiento y la acción dramática; así, el objeto no debe moverse por moverse, sino con el propósito de adquirir un significado, debe estar inmerso en un conflicto y cumplir una función dramática.
No es justo así asociarlo pero el vandalismo igual actúa: con un objeto, movimiento y acción dramática perfectamente calculados, siendo esta última la violencia misma, inspirada en odio y anarquía.
Incluso vale la pena adentrarse en la diferenciación escénica, para llamar este vandalismo más bien vandolismo marioneta, pues más que los títeres, se refiere a un muñeco específico manipulado desde arriba por medio de hilos conectados a uno o varios mandos.
No es fácil, pero es la inteligencia institucional la que puede desmantelar este vandalismo marioneta, su objeto, movimiento y acción violenta. Esa labor de inteligencia deberá alimentar el ejercicio de “gobiernar” -vocablo distinto de gobernar, aunque en desuso- que se refiere a regir o regentar, guiar con autoridad, manejar con liderazgo la nave, pasando además por el túnel del coronavirus y las dificultades económicas.
* Presidente Corporación Pensamiento Siglo XXI
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