¿Quién nos reunificará? ¿Cuál de los candidatos presidenciales está dispuesto a gobernar para todos? ¿Dónde está el discurso incluyente?
Los aspirantes se alinean a un extremo o al otro, pero nadie habla de un país donde quepamos todos.
¿Acaso el que gane gobernará exclusivamente para la mitad de los colombianos?
En esta campaña inflamada por los odios continúa ausente la reconciliación. Y quererla no implica renunciar a principios ni a valores y mucho menos a derechos. Tampoco significa que todos pensemos lo mismo. Tenemos por delante el desafío de consolidar unas conquistas democráticas que nos permitan vivir dentro de reglas de juego generalmente aceptadas.
A estas alturas de la disolución fabricada, necesitamos un gobernante que mire hacia el horizonte y nos recuerde que aquí, en estas tierras, cabemos todos, los que pensamos de una manera y los que piensan de otra. Alguien que restaure el derecho a discrepar civilizadamente.
Se equivocan los precandidatos alineándose con los extremismos altisonantes. Pueden lograr aplausos como candidatos, pero la historia recordará que no fueron estadistas. Las diferencias de pensamiento enriquecen una sociedad. Bastaría buscar unos mínimos comunes y desterrar a los manipuladores de oficio, que en nombre de la tolerancia inflaman pasiones para propagar conflagraciones. No necesitamos incendiarios.
Al día siguiente de la primera vuelta se disiparán los humos de guerra de la campaña electoral y los dos aspirantes que hayan obtenido las mayores votaciones empezarán la competencia de la segunda, buscando afanosamente coaliciones que les aseguren la mitad más uno de los votos. Sus contrincantes de la primera, que llegaron enfrentados hasta la noche anterior, amanecerán como dueños de los sufragios necesarios para triunfar. Los “corruptos clientelistas” de ayer se despertarán convertidos en unos “respetables líderes democráticos”, dispuestos a votar desinteresadamente y a olvidar los calificativos de la víspera, para recibir las invitaciones de quienes juraban que jamás se aliarían con esos “políticos profesionales”.
¿Qué sentido tiene librar una batalla preelectoral feroz, para después unirse ante las crudas realidades de la segunda vuelta y no precisamente por principios? Y todas esas maniobras sin una propuesta previa de reconciliación, honradez, transparencia y sin manifestaciones expresas de cómo sacarán al país de la polarización galopante de estos últimos años. Necesitamos un pacto hacia el futuro. Sería mucho más lógico y, con toda seguridad más atractivo para los electores, ofrecer varios caminos para reconstruir el país, y no forzar a los colombianos, hastiados de violencia, a continuar más años interminables de pugnacidad y enfrentamientos.
Queremos creer que es posible dirimir nuestras diferencias sin violencia, sin trampas y sin engaños. Y sino podemos confiar en nuestros dirigentes, esta sociedad podría empezar a creer en sí misma. La reciente visita del Papa a Colombia nos recordó que este pueblo sólo espera ser convocado desde más adentro, por las motivaciones verdaderas. Necesita una apelación a su corazón, a su necesidad de ser reconocido, respetado y amado. De ser dignificado. Quiénes nos dividen nos menosprecian.
El momento histórico que vivimos le pertenece a un líder que no tema convertirse en puerto de llegada para todos los colombianos.