Sólido, líquido, gaseoso, plasmático: los estados de la materia. Vaporización, fusión, solidificación, condensación, sublimación, deposición, ionización y desionización: los cambios de los estados de la materia. Ningún niño pasa por el colegio sin aprenderlo, y con ello ha aprendido mucho (aunque no lo sepa) no sólo sobre la naturaleza, sino sobre muchas otras cosas que pueden explicarse así, por analogía; como hace quien se arriesga a decir que hay estados de la materia del mundo, cambios de uno a otro, e incluso ciclos, que ayudan a explicar la política internacional.
El historiador David Thomson describió el mundo de 1914 como uno “en estado de fusión y rápida transformación”. Es decir, un mundo en el que el sólido orden del Concierto Europeo establecido en Viena tras las guerras napoleónicas estaba derritiéndose, para quedar finalmente liquidado (no es un juego de palabras) en las trincheras de la Gran Guerra. De Versalles surgiría, por una suerte de evaporación, el orden gaseoso de entreguerras, que acabó a su vez depuesto con la II Guerra Mundial.
En los años noventa del siglo pasado, el mundo -otra vez sólido- de la Guerra Fría se desvaneció en el aire (como había dicho Marx, aunque pensando en otra cosa). Desde entonces -desde aquello que a falta de un nombre mejor se suele llamar “Posguerra Fría”- ha venido emergiendo, por ionización, el plasmático mundo de hoy.
(Quizás hay que pedir perdón por el párrafo anterior, tan abigarrado, tan simplificador de procesos complejos, tan abusivo con el recurso a las analogías y pedir perdón, de una vez, por el párrafo siguiente).
El estado plasmático corresponde a gases calientes cargados eléctricamente, como los que emite la creciente rivalidad geopolítica en la que participan no sólo los sospechosos más evidentes, sino muchos otros. Como la atracción entre las partículas del plasma es tan baja, las alianzas y los alineamientos son frágiles y tienden a la dispersión: esto es tan cierto en el “Norte Global” como en su presunta contraparte meridional, y es una de las razones por las que uno y otro no son más que etiquetas sin volumen,—por mucho que se acuda a ellas en el discurso político y en la jerga académica (que también hoy, dicho sea de paso, está hecha principalmente de plasma, sobre todo en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades).
La enorme movilidad de esas mismas partículas incrementa la incertidumbre, la arritmia, la dificultad para imprimirles una determinada trayectoria y contenerlas (para lo cual es preciso exponerlas al influjo de un campo magnético, por ahora inexistente). Y, como el plasma es un estupendo conductor eléctrico, en el mundo plasmático las tensiones, las crisis y los conflictos se transmiten y encienden con sorprendente facilidad.
En la naturaleza, el plasma puede presentarse bajo el aspecto sobrecogedor de la belleza, como la que exhiben las nebulosas o las auroras polares. Los astrofísicos saben bien, sin embargo, cuánto drama, invisible a los ojos, se esconde en realidad tras esos destellos. En la política internacional, en cambio, el plasma es menos indulgente y casi nunca ofrece el consuelo -aunque sea engañoso- de una hermosa apariencia.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales