El presidente electo parece haber definido las tres tareas principales e inmediatas a las que deberá dedicarse el canciller designado, Álvaro Leyva. Éstas se sumarán no sólo a los asuntos y negocios de los que se ocupa habitualmente la Cancillería -cualquiera que sea el gobierno de turno-, sino a los que emergerán, como cisnes negros o rinocerontes grises, en el horizonte de la política exterior, y obligarán a Colombia a definir (o redefinir) sus intereses y su posición frente a la cambiante realidad internacional, en un mundo que parece encontrarse -otra vez- en estado de fusión y rápida transformación.
Al anunciar el nombre del próximo ministro de Relaciones Exteriores, el presidente electo Petro se refirió a “la cancillería de la Paz” (sic), y aquel agradeció su designación “para encabezar la política exterior y de paz” del nuevo gobierno. Esto es menos novedoso de lo que podría (y se hace) sonar. Hace por lo menos treinta años que “la paz” -lo que quiera que eso signifique- ocupa un lugar propio, aunque móvil en su ubicación y contornos, en la agenda exterior de Colombia. Lo tuvo con Gaviria y Samper. Pastrana impulsó una “diplomacia por la paz”. Uribe acordó con la OEA el establecimiento de una Misión de Apoyo al Proceso de Paz que todavía opera en el país, y tuvo acercamientos intermitentes con el Eln en los que, de diversas formas, intervino la comunidad internacional.
Ni que decir tiene durante los ocho años de Santos -cuya canciller acabó dedicando buena parte del tiempo a desatar nudos gordianos en La Habana-. El gobierno que está por terminar tuvo que explicar su “paz con legalidad” y dar cuenta de ella cada tres meses ante el Consejo de Seguridad de la ONU, y prorrogó (e incluso amplió) el mandato de la misión de verificación de esa organización.
Una segunda tarea sería la de restablecer las relaciones con Venezuela -lo que quiera que eso signifique-, al compás del cambio de las circunstancias: la desactivación del Grupo de Lima y el fin de la convergencia multilateral que éste encarnaba, la necesidad de tener algún tipo de interlocución con Caracas (a la que obliga -por puro pragmatismo- la compleja realidad fronteriza), y la evidente caducidad del interinato (y del impulso político interno que lo sostuvo). Por no hablar del proceso de México (y a lo que conduzca).
Pero el ajuste presupone tener claridad en los objetivos, en las expectativas y sus límites. El régimen de Maduro es el que es, e ignorar su naturaleza puede resultar harto costoso, como enseña la fábula que comprobó la rana cuando aceptó ayudar al escorpión a cruzar el río.
Está, por último, la misión de impulsar la integración latinoamericana -lo que quiera que eso signifique-. Por enésima vez, ¿cómo y para qué? ¿Ni Unasur ni Prosur, -entonces Celac- reinventando como organización un mecanismo que ha dado apenas magros resultados como foro? ¿Acaso un club a la medida para acoger sin condiciones a los que algunos llaman ya, eufemísticamente, “regímenes alternativos” de la región?
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales