El filósofo Karl Popper llamó a las sociedades que reciben y se benefician de nuevas ideas y que entienden el poder que tiene la cooperación como “sociedades abiertas”. El historiador sueco Johan Norberg en uno de sus más recientes libros “Open” explica en detalle como el progreso global ha estado jalonado por la capacidad de la sociedad de abrirse a nuevas ideas y cooperar libremente. Los países son exitosos cuando tienen la capacidad de abrirse al mundo para cooperar con otros y así beneficiarse de quienes hacen mejor ciertas cosas y ofrecerle lo que mejor saben hacer ellos.
Cuando China, por ejemplo, era una sociedad abierta hace más de 500 años, lideraba el planeta en riqueza, tecnología y desarrollo, pero cerrando sus mentes, su comercio y su interacción con el mundo rápidamente pasó de ser uno de los países más ricos del mundo a uno de los más pobres. En buena hora, desde 1979 ha sufrido una apertura parcial y si usted se enfoca en el actual modelo chino encontrará que le ha ido increíblemente bien en las áreas donde ha decidido abrirse y no avanza en las que se mantiene cerrada.
Ser una sociedad abierta también significa aceptar la incomodidad, admitir que en los procesos del desarrollo hay ganadores y perdedores, pero que siempre la sociedad en general saldrá ganando. El desarrollo de nuevas tecnologías, por ejemplo, siempre genera molestia en algunos empresarios, los cocheros y los que administraban pesebreras protestaron cuando llegaron los vehículos a motor, y hoy los dueños de empresas de taxis protestan por el auge del “car-sharing” liderado por Uber.
Las sociedades abiertas también deben tener una alta tolerancia al fracaso, esta es una condición obligatoria para que los individuos se sientan libres de intentar y en el proceso equivocarse miles de veces. Las sociedades abiertas entienden que la clave del progreso está en la división del trabajo, aprovechar que otras personas hacen mejor ciertas cosas que otras. En Estados Unidos han comprendido que en China fabrican mejor la tecnología que ellos diseñan, crean y comercializan, aprovechan esto para centrarse en lo que mejor saben hacer.
El progreso siempre tiene enemigos, desde grupos de ciudadanos que les produce ansiedad y miedo y piden que sea más lento y ojalá controlado; empresarios o mejor “empresaurios” que para mantener su posición en el mercado hacen lobby para proteger sus intereses particulares a través de aranceles y monopolios; hasta políticos que por un lado saben que haciéndole favores a grupos de interés garantizan el poder, o que saben que para triunfar electoralmente les conviene una sociedad empobrecida y sin oportunidades.
Norberg en su libro, luego de una extensa investigación sobre países exitosos, concluye que un elemento común en la prosperidad son las sociedades abiertas, y que lo contrario es la garantía del atraso y la miseria.
Ojalá en Colombia no nos equivoquemos dejándonos seducir por quienes dicen “proteger” a los colombianos con políticas que cierran la sociedad: aranceles, prohibición de importaciones, protección a la “industria” nacional. Debemos elegir a quién entienda que el rol del Estado es dejar hacer y permitir que Colombia aproveche las ventajas que tiene en el mercado internacional. Una Colombia abierta es la fórmula más efectiva para reducir la pobreza y que quienes la habitamos podamos vivir mejor.