Por creer que funcionan mal, vale la pena insistir en la urgente necesidad de hacerle una profunda cirugía al conjunto de normas que regulan nuestro mecanismo electoral.
Cualquiera podría señalar muchas de sus falencias, pero, a manera de ejemplo, revisemos solo algunos casos protuberantes: al tomar las elecciones de 2014 son notorias algunas claras divergencias entre los resultados de las parlamentarias y las presidenciales, realizadas con muy pocas semanas de diferencia.
En las segundas, el resultado final entre el candidato Oscar Iván Zuluaga, representante del uribismo y Juan Manuel Santos, candidato ganador, fue un virtual empate. En cambio en las primeras, la lista del Centro Democrático, encabezada por el propio Álvaro Uribe, solo obtuvo un poco más del 20% de los votos; repartiéndose los demás entre la suma de otros partidos que luego conformaron la coalición mayoritaria que hasta hoy respalda fielmente al Presidente.
Hace pocos meses, esa misma coalición liderada activamente por el Presidente Santos, con una campaña publicitaria extraordinaria y abundantemente financiada, perdió el plebiscito sobre los acuerdos de La Habana, obteniendo un poco menos del 50% de los votos. Sin embargo, el bando perdedor hizo caso omiso de la voluntad popular e impuso sus mayorías dándole vida jurídica a lo acordado con las Farc.
Alguien me podría alegar válidamente que los argumentos utilizados por las mayorías parlamentarias y por la propia Corte Constitucional, para darle vida jurídica al acuerdo del teatro Colón, nada tiene que ver con la arquitectura legal del sistema electoral vigente, que ambas cosas son harinas de costales diferentes; al conceder este argumento resaltó simplemente que lo llamativo en este caso fue la oronda indiferencia del grupo mayoritario de congresistas que demostró no temerle al castigo que podrían recibir al desatender el resultado de las urnas.
La misma indiferencia continua manifestándose en el diario proceder de dichas mayorías, que en cualquier otro lugar del mundo sería un verdadero suicidio político, cuando siguen aprobando una agenda legislativa impopular que solo beneficia a un pequeño número de solo 8.000 guerrilleros, lo que ha sumido al Presidente y a ellos mismos en un estrepitoso desprestigio.
Semejante proceder, calificado de autista por algunos, solo se explica por la ausencia de temor a las laxas leyes que hoy están vigentes en nuestro sistema electoral y por la confianza que tienen en el voto preferente aplicado por sus partidos.
Sabemos que en Colombia, cada voto de apoyo dado por un congresista a los proyectos de leyes presentadas por el Ejecutivo, es susceptible de ser premiado con los conocidos cupos indicativos que están previamente camuflados en el presupuesto nacional, es la misma mermelada como se conoce ahora, recursos que van directamente a sus feudos electoreros.
Con esas sumas, más los aportes que consigan para su reelección, ellos calculan con alta probabilidad que pueden lograr su cometido.
Saben además, que aquí a nadie se le castiga por sobrepasar los llamados topes presupuestales de campañas. Tan malsano proceder debe ser corregido con apremio si aspiramos a una sólida democracia.