El aturdimiento y el exceso de ruido exterior en medio de los cuales hemos vivido durante los últimos años, son alarmantes. La estruendosa y controvertida agenda pública invadió nuestros espacios interiores. Nos convertimos en dolientes que cargamos el peso de las malas noticias. Y el sobrepeso conduce al agobio. Del asombro inicial que nos producen pasamos con frecuencia a la desconfianza, a la parálisis y a la impotencia.
¿Qué hacer? Una pausa. La visita del Papa Francisco a Colombia es una buena ocasión para detener el consumo compulsivo de lo que tanto daño nos hace y una oportunidad para repensarnos. Al poner en off el ruido apocalíptico del mundo, se empieza a abrir un espacio interior, una pequeña grieta en nuestro endurecimiento, por donde se cuela la esperanza que empodera y nos conduce poco a poco a reconocernos en nuestros valores y a recuperar la capacidad de ser artífices de nuestro propio destino. Para eso necesitamos silencio.
Tanto se ha hablado de treguas y ceses de fuego bilaterales entre el gobierno y los grupos armados, que olvidamos nuestras propias luchas y la opción individual de hacer nuestras propias treguas. Sí, tregua a la desconfianza, a la desesperanza, a la palabra inútil, a la descalificación precipitada, al juicio que anula. Tregua al escepticismo. Tregua a la polarización, a la palabra que hiere y divide. Detenerse para reflexionar no implica renunciar a nuestros principios, ni a nuestras convicciones. Significa detenernos para escuchar nuestra voz interior ahogada por tanto ruido, que busca deliberadamente confundir.
Al escucharnos a nosotros mismos con consideración y respeto, empezamos a hacer lo mismo con los demás. Nos silenciamos y en ese silencio voluntariamente elegido, empezamos a escuchar la voz de la conciencia, a experimentar la libertad interior y el encuentro con Dios. Estamos listos para ejercer lo que el Papa llama "el apostolado de la oreja". Escuchar con amor y reconocernos en la dignidad del otro. El silencio nos hace menos vulnerables a la manipulación y al engaño, más libres para elegir y no permitir que, llevados por el aturdimiento, otros lo hagan por nosotros.
Llega una voz que interpela, que desacomoda, pero que también reconoce lo mejor de nosotros mismos como nación, lo que somos incapaces de ver, debido a nuestro cansancio interior y al estruendo exterior. Seguramente este Papa tan nuestro, tan identificado con la “fe de carbonero” de estos pueblos latinoamericanos, nos recordará lo que nos une y no lo que nos separa.
Después del silencio, escucharemos al Papa con una nueva conciencia, ya despertada del adormecimiento inducido. La voz de un amigo que predica la coherencia, entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace. Una voz que a veces suena impertinente, pero que lleva consigo una carga de profundidad que calará en nuestra conciencia. Seguramente resignificará las palabras paz, justicia, misericordia, fe, vida, verdad, reconciliación, tierra, pobreza, corrupción, derechos humanos.
Preparémonos en silencio para escuchar al Papa Francisco, que viene a Colombia como peregrino de la Paz y la Esperanza. Es una oportunidad bendecida para reflexionar sobre quiénes somos, qué queremos y para dónde vamos como individuos, como familia y como nación.