Montesquieu consideró la separación de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial como un elemento indispensable en la democracia, lo que fue rápidamente adoptado en occidente y, aunque con dificultades, impera en los países civilizados. Es una mecánica para que no se pueda abusar del poder.
El título V de la Constitución colombiana se refiere a la organización del Estado y establece que “son ramas del poder público la legislativa, la ejecutiva y la judicial” y que, aunque hay otros órganos autónomos e independientes -como el Banco de la República-, todos “colaboran armónicamente para la realización de los fines” del Estado (art. 113).
Este planteamiento se ha vuelto en Colombia una falsedad, desde que la Corte constituyente y legislativa ha concentrado en su sabiduría todos los poderes y, con la disculpa de ser la custodia e intérprete de la Constitución, la modifica y da órdenes perentorias a los otros poderes sin que haya perrito que le ladre.
El Congreso, por su parte, acaba de entrar en la misma tónica: aprobó una resolución en la que crea una comisión para intervenir en las relaciones entre Colombia y Venezuela.
La proposición fue presentada por los senadores de la Alianza Verde Jorge Guevara -egresado de la Normal Superior de Florencia, licenciado en ciencias sociales de la Universidad de la Amazonía y abogado de la Universidad Autónoma de Colombia- y Yezid García -ingeniero, sindicalista originario del Polo Democrático Alternativo-- y fue aprobada por unanimidad por la corporación. En ella se ordena “la creación de una comisión bilateral entre los parlamentos de la República de Colombia y la República Bolivariana de Venezuela con el propósito de trabajar -de acuerdo con lo previsto por el artículo 189-2 Superior- de manera conjunta en los siguientes aspectos: 1. Normalización de las Relaciones diplomáticas. 2. Normalización de las Relaciones Comerciales. 3. Verificación de las buenas prácticas comerciales entre nuestros países”.
Sin embargo, es precisamente el artículo 189.2 de la Constitución el que da al presidente de la República, como jefe de Estado y de gobierno y suprema autoridad administrativa, la facultad exclusiva de “dirigir las relaciones internacionales”, atribución en la que el Congreso no puede meter las narices.
El presidente del senado, Juan Diego Gómez Jiménez -abogado de la Universidad de Medellín- rápidamente transmitió la proposición a la Asamblea venezolana, que respondió, llena de júbilo y con la misma velocidad que sí, que claro, que fijaran día, hora y lugar para desbancar al presidente de Colombia y a su canciller.
Afortunadamente estos salieron rápidamente a decir que las relaciones internacionales son del resorte exclusivo del gobierno. Duque, además, dijo que la de Maduro es una “dictadura oprobiosa, corrupta y narcotraficante” con la cual Colombia no mantiene relaciones.
¿Será que tan avisados “abogados” y tan expertos políticos no entienden la Constitución? Más grave aún, que nadie -la proposición fue aprobada por unanimidad- se dio cuenta de lo que estaban haciendo. No es de sorprenderse porque, cuando se redactó la Constitución del 91, en la que había cinco excancilleres, de los cuales al menos dos -Diego Uribe y Alfredo Vásquez eran “internacionalistas”-, no se dieron cuenta al redactar el artículo 93 de la Constitución -que habla de “tratados ratificados por el Congreso”- que, de acuerdo con el derecho internacional, éste solamente aprueba tratados pero la ratificación corresponde al gobierno.
En una entrevista para este diario, el excanciller Rodrigo Pardo calificó como “positivo este entendimiento” e hizo un llamado para que ambos gobiernos puedan coordinarse entre sí. ¿Para qué? ¿Para que vengan más venezolanos? ¿A qué?