Con desazón que oprime el alma vemos desfilar el acuerdo de paz, que debía agrupar a su alrededor a todos los colombianos, en busca de refugio entre las páginas de la Constitución. Aunque la esperanza es lo último que se pierde, más de medio país quedó convertido en un espectador marginado de su propia historia, por la vanidad que lleva a desconocer a 6.431.372 colombianos que rechazaron el acuerdo, para reinsertar 5.675 guerrilleros. El aplauso internacional no suple el vacío que deja haber sacrificado, con tanto desdén, la unidad interna, cuando se estuvo tan cerca de lograr el consenso.
Y lo más triste es que, salvo los pocos grupos armados empeñados en seguir disparando desde la selva, todos los colombianos desean fervientemente la paz. Lástima, pero esa unanimidad está resultando estéril. Los hombres matan lo que más quieren.
Pensábamos que esta vez sí se alcanzaría el objetivo y no estábamos frente a un nombre más de la larga lista de frustraciones: Caracas, Tlaxcala…. Los años de conversación, la generosa posición de los negociadores del Gobierno, el desgaste guerrillero, su debilitamiento militar, el refuerzo de los países acompañantes, el aplauso de muchas naciones que se alegran cuando les hablan de paz sin averiguar que se envuelve en esa palabra, los procedimientos hábilmente encaminados a alentar las aspiraciones y disimular las realidades, las presiones masivas de una avalancha de propaganda acompañada de poca información, todo esto se suponía que garantizaba la vigencia eterna de lo acordado en las 297 páginas del acuerdo final.
Pero las exigencias de las Farc fueron más allá de lo prudente. Exageraron. Contagiaron de esa exageración al Gobierno, hasta el punto de desbordar lo tolerable por los colombianos comunes y corrientes. Y vino la reacción.
De repente los ciudadanos abrieron los ojos y se vieron profundamente divididos, como nunca en la historia reciente. El país alcanzó grados de polarización desconocidos. Estaban dados todos los elementos para unirse, pero los colombianos se dividieron y entramos en una etapa de super simplificación alrededor del acuerdo. El sí contra el no.
Fuimos a las urnas para establecer cuál era la opinión prevaleciente que, como es obvio en una democracia debe ser la mayoritaria. Ganó el no. Pero lo que debía resultar un fortalecimiento democrático se volvió un enredo de interpretaciones para lograr que la minoría imponga su criterio.
Ahora la paz se convirtió en un tema de controversia porque ya no es una. Quedó desmembrada. Cada cual quiere la suya y la de nadie más. Y comienzan las guerras de la paz que, gracias a Dios, todavía se calienta solo en el lenguaje. ¿Cuándo se incendiará del todo?
De tanto tirar de las alas para lado y lado, la pobre palomita quedará descuartizada.
La democracia saldrá seriamente lesionada. ¿Cómo explicarle a los cuarenta y seis millones de colombianos que las elecciones se ganan perdiendo, sacando menos votos que los demás?
¿Cuánto tiempo más se demora el país en comprender que es un pecado contra la patria poder y no querer?
Sería imperdonable pasar a la historia como el país de antihéroes que pudo pero no quiso.