Desde el “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, fue evidente que el Gobierno Santos había estudiado y elaborado cuidadosamente una estrategia para conducir las conversaciones de La Habana. Los cinco puntos de la agenda se han desarrollado juiciosamente. Aunque la duración de las conversaciones exasperaba, el reciente anuncio del “cese al fuego bilateral y definitivo…” recuperó el optimismo y concitó el reticente apoyo ciudadano. Es cierto que de los puntos acordados algunos generan incertidumbre. El dilema entre la cantidad de Justicia y la cantidad de impunidad necesarias para la paz, es difícil de resolver y toda negociación implica concesiones mutuas. Sinembargo, aún no se define la conformación y origen de un Tribunal de Paz, omnipotente y eterno, que ha dado lugar a observaciones puntuales de la Corte Suprema de Justicia. La sociedad teme “una cacería de brujas“ en manos de incógnitos jueces al estilo revolucionario, contradictorio con el sistema democrático que se pretende afianzar. Este es un tema que amerita o revisión o explicación suficiente.
Santos le ganó la partida de la paz a Uribe, quien con su tenacidad ha logrado llenar de dudas el proceso. Cabe aquí reflexionar sobre la decisión de Juan Manuel Santos de buscar la paz de Colombia. Fue una determinación patriótica y obligante para el Jefe del Estado. Y empieza a dar sus frutos. No es justo seguir atribuyéndole intenciones protervas de entreguismo y traición. Se puede discrepar de los caminos escogidos pero no del patriotismo del Presidente. La democracia implica tanto garantías a la oposición como lealtad con el adversario.
Desde los inicios del Gobierno Santos fue clara la diferencia entre el antecesor y el sucesor: Uribe, jefe de Gobierno, sin paralelo en los últimos lustros, se ganó la confianza del pueblo a base de trabajo y lucha contra la subversión. Nadie discute que le devolvió a Colombia la esperanza. No comparto el término ”guerrerista” que se le endilga. Fueron las Farc, con sus torpedos contra el edificio del Congreso, en el día de su posesión, quienes lanzaron el guante que recogió Uribe. Y ganó el desafío. Por eso están en La Habana.
Juan Manuel Santos, a lo Mitterrand, “es una fuerza tranquila”, que poco se altera y con objetivos de largo alcance. Así parece haber trazado su vida y su Gobierno. Su triunfo histórico es el fin de una guerra interna de 50 años que lleva consigo la renuncia de las Farc a su mito fundacional de obtener el poder con las armas. Santos, con su calmado estilo, los ha conducido a la aceptación de las instituciones democráticas. Estos momentos estelares serán provechosos si las fuerzas políticas tradicionales se disponen al cambio que se avizora con la presencia de un adversario ideológico que les disputará, palmo a palmo, el favor de las masas. Se ha abierto la puerta de un futuro lleno de interrogantes y de posibilidades. Santos, el gran incomprendido, tiene bien ganado el pedestal de Jefe de Estado, que lo obliga a mantenerse al lado del timón, con rumbo seguro y asido con templanza y nobleza.