Estamos viviendo una coyuntura parecida a la época en que un grupo de estudiantes enarboló como bandera la lucha contra la corrupción “bajo el grito desesperado, pero esperanzador, de todavía podemos salvar a Colombia.” Ese movimiento nos condujo a la Constitución de 1991.
En la actual crisis el gobierno debe actuar con celeridad y adoptar medidas audaces para enfrentar con eficacia el fenómeno de la corrupción que está golpeando tan duramente el marco institucional del país. Hay que hacer esfuerzos grandes para salvar a la justicia en medio de esta coyuntura tan compleja, porque ella es uno de los pilares en que se asienta el sistema democrático.
Por tanto, dentro de las propuestas que se oyen, se puede considerar la posibilidad de revivir el tribunal de aforados que creaba la fallida reforma constitucional última. Este organismo debe reemplazar a la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes que, en el régimen vigente, tiene la competencia de investigar a los magistrados de las altas cortes, al Presidente de la República y al Fiscal General de la Nación; se destaca que en sus largos años de existencia solo ha acusado a los generales Mosquera y Rojas Pinilla, y al hoy exmagistrado Jorge Pretelt.
Creemos que el tribunal de aforados puede ayudar a desbloquear el funcionamiento de la Comisión de Investigación y Acusación, cuyo diseño hace que en la práctica no funcione. De dónde salió la facultad que le dio el reglamento -Ley 5 de 1992- de precluir investigaciones cuando su única función constitucional es la de acusar o no acusar a los altos funcionarios del Estado mencionados. Lo anterior con el fin de que el Senado decida si inadmite o admite la acusación, en cuyo caso le dará traslado a la Corte Suprema de Justicia para que continúe su trámite.
Por otro lado, se deben eliminar por completo las funciones electorales de las cortes, cuyo espíritu tenía el propósito sano de despolitizar el proceso de elección de algunos funcionarios. Del mismo modo hay que establecer la prohibición de designar parientes de los magistrados en las entidades en cuya designación intervienen y la de oficiar como asesores de las mismas cuando han salido del cargo.
En cuanto a su elección, no creo que debamos regresar al antiguo sistema de cooptación que eliminó la Constitución de 1991. Lo que debe abrirse paso es un concurso público de méritos o un proceso claro de meritocracia que permita escoger a los aspirantes con mejores hojas de vida, teniendo en cuenta el género y a quienes vengan de la academia, la carrera judicial y el ejercicio profesional. Lo que se debe considerar es el mérito para acceder a la magistratura, no los requisitos generales.
Las crisis hay que asumirlas en su justa dimensión y enfrentarlas con realismo. También hay que verlas como oportunidades de transformación. Por ello debe adelantarse también un proceso de autorreforma al interior de las cortes con la colaboración entusiasta de mucho magistrado probo y competente para defender la causa de la justicia.