RAFAEL DE BRIGARD, PBRO. | El Nuevo Siglo
Domingo, 11 de Mayo de 2014

Si no hablaran tanto

 

Entre las cosas más llamativas de Jesús se encuentra su brevedad de palabra. Leyendo los evangelios no encuentra uno disertaciones ni ensayos, tampoco tesis o discursos propiamente dichos. Su comunicación está llena de breves y hermosísimas parábolas, de dichos contundentes, de comparaciones ligadas a la sabiduría de la naturaleza. El contenido de lo que dice, aun en las ocasiones en que está corrigiendo, es siempre edificante, esperanzador, a favor del ser humano.

Cuando se encuentra con la soberbia de los jefes políticos tiende a hablarles poco o incluso a callar; cuando el interlocutor está lleno de rigidez religiosa lo confronta clara y brevemente. No exagera en palabras.

Tal vez una sociedad de personas medio mudas sería mucho más pacífica que estas en las cuales todos los días el protagonismo se lo roban los que más hablan y sobre todo los que más lo hacen -y quizás los que más escriben- para destruir, criticar, sembrar cizaña, aplastar seres humanos. Pero tal vez lo correcto no sea pedir una sociedad de mudos, sino una comunidad y unos líderes mucho más inteligentes en el uso de la palabra. No hay que olvidar que detrás de quienes superabundan en palabras suele esconderse un narcisismo que es incapaz de ver las consecuencias de estar verbalizando todo cuanto llega a la mente y al corazón. La historia es pródiga en ejemplos de estos monstruos que les encanta oírse a sí mismos para después devorarse a las multitudes.

El tema también alcanza a ser útil en las relaciones interpersonales. El exceso verbal, y hoy diríamos el que se da también a través de toda clase de redes, suele ser más perjudicial que sano. Es una verborrea que lo invade e inunda todo. No deja tiempo para pensar, reflexionar, llamar la sabiduría. Hay algo de obsesivo en este panorama de la comunicación sin interrupción y como una angustia de llegar a estar fuera de la conversación universal, por inútil que esta sea. Así, hombres y mujeres de hoy suelen tener muy poca vida de diálogo interior, consigo mismos, con la conciencia, con lo espiritual y se han trocado en seres como de barras bravas que viven al son del alarido de la masa, sin pensamiento propio ni reflexión previa. Todo lleva a pensar que si no habláramos tanto seríamos mucho más sabios y que si hiciéramos más en lugar de hablar en exceso, estaríamos mucho mejor.