¿Hasta dónde tenemos que resistir?
La vida en Bogotá avanza hacia la desesperación total. Cada vez es más difícil adaptarse a esta urbe densa y feroz. El ciudadano vive en medio de un ambiente hostil al máximo. Transcurre su devenir entre toda clase de situaciones problemáticas. La masa poblacional todos los días bajo presiones e irrespetos sin medida. Cada vez que alguien se siente molesto por algo, tranca una vía y causa destrozos, además de atacar a la autoridad. La movilidad no fluye para ningún lado. La propiedad privada, las viviendas y locales, las instituciones y sus edificaciones, están a merced de un vandalismo que nadie controla y la ciudad está llena de mamarrachos en cada pared que la hacen realmente fea y sucia.
Ni se hable de la situación, no de la sensación de inseguridad, que no tiene tranca posible. Pululan las historias de atracos callejeros, asaltos a comercios, paseos millonarios, escopolamina venteada, estafas ofrecidas sin pudor en los diarios que las publican también sin pudor. El consumo de licor ha convertido la ciudad en un antro en muchos de sus sectores incluso residenciales, sin que ninguna autoridad haga nada para regular o frenar esta vida tipo bacanal, y sin que los residentes estén apoyados en sus legítimos derechos a la paz, el descanso y la decencia. A todo se le añade una autoridad distrital que en sus pocas actuaciones y en sus pronunciamientos parece cohonestar estas situaciones que agreden y pisan al ciudadano del común. Todo está llevando al límite la resistencia del ciudadano individual y de la comunidad bogotana, aunque, dicho sea de paso, es más pasiva que una tortuga.
A ratos la ciudad siente también el agobio de pequeños grupos que tiranizan a las mayorías, obstruyen su diario vivir, alteran sus rutinas, se toman sus vías, interrumpen sus actividades y usan tonos y acciones amenazantes que nadie sanciona ni impide. Nadie que sea honesto puede extrañarse de la cantidad de personas que han emigrado a los municipios vecinos en busca de una vida que merezca llamarse tal. Por lo demás, Bogotá es una ciudad encerrada y sin medios de evacuación pues sus “autopistas” son realmente vías ridículas y enervantes. Y a todo lo anterior hay que añadirle el costo de vivir en la capital que hoy reviste niveles absurdamente elevados. Hoy más que nunca Bogotá es una ciudad tremendamente inhumana, enemiga de hombres y mujeres, pero sobre todo enemiga de las mayorías.