Se acata, pero no se aplica
El Presidente de la República se ha expresado en los términos del título de este artículo ante el dictamen de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, frente al conflicto que tiene Colombia con Nicaragua por cuestiones limítrofes. Es inaplicable, dice el Jefe de Estado. Temas de política en los que no me meto. En lo que sí reflexiono es en el efecto que produce o puede producir en una sociedad la ambigüedad en cabeza y boca de sus líderes. Un Estado, como ejemplo, se adhiere a convenios internacionales, pero si no lo favorecen en sus decisiones, los desconoce de una u otra manera. Y así transcurre el modo de pensar y sus consecuentes acciones, de gran parte de la vida colombiana.
En esencia somos muy prontos para sostener verbalmente ideales y proyectos conceptuales. Pero a la hora de las realizaciones somos increíblemente incoherentes y desleales con lo que decimos creer y con los compromisos adquiridos.
Esto sucede también y ampliamente en el campo moral y en el religioso, y aun eclesiástico. No hay hogar colombiano donde no repose una Biblia, así sea como objeto de adorno. Difícil encontrar un ciudadano que no se sepa de memoria los mandamientos de la Ley de Dios y sostenga en teoría su importancia y validez. Pero hay que ver cómo vivimos. Los discursos nos llenan la boca, la palabra “dios” sale de nuestras entrañas con una frecuencia realmente digna de un análisis minucioso. No obstante, tantas veces la realidad va por un camino totalmente distinto, realidad que nosotros mismos movemos, inspiramos, decidimos y construimos. Ambigüedad total y descarada. Y ni se diga del doble discurso de la guerrilla que todo el día habla del bien del pueblo colombiano, mientras sus cuadrillas despojan y asesinan a quienes dicen defender. Parece que ni escondidos en la manigua se escapan los nacionales de esta ruptura interior que nos hace poco fiables y menos que creíbles.
Habría que añadir que el ambiente general de la sociedad colombiana tampoco es muy dado a aceptar actuaciones coherentes. De cada persona se espera que tenga su punto abierto a la contradicción y al doble discurso. Si no lo tiene será devastada por el colectivo enfurecido que no quiere propiamente ideales, sino una preponderancia del más vivo y del más fuerte. También los débiles, curiosamente, prefieren este modo de vida. Aquello de que la verdad nos hará libres no cabría en un eventual nuevo escudo nacional.