El abismo de las adicciones
Como para que nadie se llame a equívocos, el Papa Francisco, en su reciente visita al Brasil se ha pronunciado categóricamente contra la liberalización de las drogas afirmando que esto no reduce el uso de las mismas. Es que algún romántico podría estar pensando que este Papa, ya calificado de humilde y de cercano al pueblo, podría estar en la línea de aflojar en la enseñanza de la Iglesia y de los humanistas respecto a los males que agobian al ser humano. No rotundo. Y el Santo Padre se refiere al tema, no desde un cómodo escritorio o desde una quimérica teoría académica, sino desde ese ángulo inmejorable que tienen las personas que atienden directamente a quienes en la vida han caído en la esclavitud de cualquier género de mal.
El punto de referencia de los que abogan por la liberalización de la posesión y consumo de las drogas ilícitas suele ser la historia del alcohol. Pues, por poner un ejemplo sobre sus consecuencias y que está a la vista, se puede considerar el caso de los conductores borrachos que deambulan olímpicamente matando gente en nuestras calles y carreteras y que pareciera que a veces se escabullen de la ley en centros de salud. Pero sin irnos a los casos más sangrientos, las consecuencias de la alcoholización de la sociedad colombiana son desastrosas, aunque se niegue una y otra vez esta realidad. En nivel matrimonial, familiar, laboral, recreativo, cívico, el alto grado de consumo de alcohol en Colombia es una verdadera plaga y también un físico desangre.
La tentación de las sociedades decadentes es rendirse ante el mal. Porque la droga, el alcohol, las armas, las adicciones, son males y punto. Se impone, desde el punto de vista humanista, desde el derecho verdadero -no el del espectáculo, tan querido en estos lares-, desde la visión cristiana del hombre, dar la pelea, aunque difícil sea ganarla del todo y quizás eso nunca se logre. Pero es un verdadero crimen pregonar y permitir que estas armas letales del mal se ofrezcan en la tienda de la esquina, con la misma abundancia del pan y la leche.
Quienes escuchamos a diario las tragedias de hombres y mujeres no podemos menos que enervarnos cuando la destrucción del hombre por el hombre se convierte en consigna política, en propuesta jurídica o en columna repetida de opinión. Ninguno de estos va a ir después a sacar del abismo de las adicciones a los caídos en él. Por conservar al hombre hay que salvar su libertad, la que persiguen con saña las adicciones y sus propagandistas.