Hombres, no dioses
Cuenta el libros de los Hechos de los Apóstoles que, en alguna ocasión, luego de curar a unos enfermos, Pablo y Bernabé empezaron a ser tratados como dioses por los beneficiados y hasta querían hacerles sacrificios de animales, además de llamarlos Hermes y Zeus. Ellos se opusieron a semejante forma de agradecimiento. Si se hubiera tratado de un par de avivatos, ni cortos ni perezosos habrían aprovechado la ocasión para crear ese vicio insensato que se llama el culto a la personalidad como si de dioses se tratara. Las reacciones que hemos visto en torno a personas que ya no están en sus puestos de mando dejan ver que la divinización de seres humanos lejos está de haber desaparecido.
Hay hombres y mujeres realmente admirables por lo que son y hacen. Son como faros para las comunidades y también para las personas. Le trazan líneas a la historia, fundan nuevas eras, despejan horizontes. No obstante, siguen siendo tan grandes como pueden serlo los humanos y tan limitados como estos mismos. Rendirles culto o idolatrarlos generalmente los corrompe y les hace perder el sentido de la realidad. Con frecuencia los convierte en déspotas pues no ven que tengan límite alguno. Pero quizás lo más oscuro de esta relación desequilibrada entre personas es que los adoradores terminan perdiendo su propia personalidad, sus ideas, su voluntad y a la larga se convierten como en una manada que ciegamente es conducida a cualquier lugar y situación.
Lo que se esconde en estas personalidades autodivinizadas y en las de los que les rinden culto es digno de enciclopedias sicológicas. La religión bien vivida es el mejor antídoto para esta exaltación desaforada de hombres y mujeres pues revela que Dios no hay sino uno y que solo a Él se le puede entregar todo el ser. Los demás somos simples mortales, al mismo tiempo grandes y débiles, fieles y desleales, nobles y bárbaros. En buena medida el que no haya hombres que se crean dioses depende de ellos mismos y de quienes los rodean. Pero cuando se pasa la línea de equilibrio, la humanidad se infantiliza y como hundida en un sopor de mediodía girardoteño, termina por renunciar a su propia libertad y a sus propios proyectos. Toda la gratitud con les seres humanos más nobles y bondadosos. Pero dejemos los pedestales para recordar solo la divinidad.