¿Qué sentido tienen las columnas de opinión? | El Nuevo Siglo
Jueves, 28 de Noviembre de 2024

Regreso a mi columna de EL NUEVO SIGLO. Había escrito para este medio hace ya un buen tiempo. No obstante, las obligaciones que tenía en esa época y los proyectos que me proponía poner en marcha me impidieron continuar, muy a mi pesar. Vuelvo ahora, 25 años después.

La ocasión me lleva a pensar en las razones por las cuales escribimos -y leemos- esta clase de textos. ¿Qué sentido tienen las columnas de opinión en sociedades como las nuestras, acosadas por agobiantes ríos de información?

Seguramente esa sea precisamente su razón de ser: las columnas de opinión son un espacio de paz, un momento de reflexión durante el cual huimos de la cascada incesante de los hechos y durante unos pocos minutos nos permitimos observarlos con alguna distancia, con algo de sosiego.

Lo mismo para quien escribe como para quien lee. Nos hemos acostumbrado al titular, a la información que se mide por caracteres y no por cuartillas o páginas. Y nos hemos olvidado de que, tras la inmediatez de los sucesos, hay con frecuencia una historia que vale la pena examinar. Al menos, si queremos comprender las distintas dimensiones de los asuntos que llaman nuestra atención.

Las columnas de opinión vencen por unos pocos instantes el curso de los acontecimientos y dan un respiro a quien busca dejar de mirarlos como quien observa desde la ventana de un tren el paso infinito de los postes que con frecuencia hay al lado de las carrileras. Las columnas se enfocan en un solo punto. Ése es, quizá, su mérito.

Pese al trabajo que exigen y a los datos que contantemente hay que revisar para no incurrir en falsedades o imprecisiones, las columnas no son investigaciones. Al menos, no necesariamente. Su finalidad no radica en hacer una narración de hechos y circunstancias, ni tienen el deber de guardar la objetividad. Están obligadas, eso sí, a asegurar la transparencia. El columnista tiene el deber de informar desde qué óptica examina la realidad de la cual habla.

Esta columna dirigirá su mirada hacia la evolución -o involución- de las instituciones democráticas. No es un propósito tan remoto ni tan abstracto como podría parecer. Más que la realización de elecciones y la división de los poderes, lo que en realidad caracteriza a los sistemas democráticos es la sujeción de todos a las reglas previas de juego y la existencia de mecanismos formales de limitación del poder.

Se trata de valores que el mundo occidental ha venido construyendo desde hace cerca de cuatro siglos; pilares sobre los cuales descansa la imagen que tenemos de la vida civiliza y que de verdad nos aseguran el ejercicio de las libertades. Los sistemas democráticos garantizan que las instituciones actúen de conformidad con la finalidad que se les ha asignado, que se respeten los derechos individuales y que se propenda por el bien común.

Son, sin embargo, principios ancestrales que súbitamente se ven amenazados. Vivimos tiempos de incertidumbre, de malestar, de desconfianza. De repente, se afirma que lo hemos hecho todo mal al tiempo que se acude a sofismas y argucias para promover modificaciones desenfrenadas sin que realmente sepamos hacia dónde se nos lleva.

Buscar algo de calma en este remolino desbordado de acontecimientos para poder explorar de manera detenida algunos de los asuntos que ocupan nuestra vida institucional será la función de esta columna.