Que se prendan las alarmas | El Nuevo Siglo
Domingo, 3 de Abril de 2022

Si bien la política de prevención de desastres se ha fortalecido, sigue siendo aún preocupante que muchos de los riesgos que se generaron años atrás persistan, pues no tuvimos la capacidad de reubicación de asentamientos que tuvieron como principal característica la falta de planeación y condiciones de seguridad para los que en ellos habitan. Hoy la ola invernal incentiva ese riesgo.

Hay una amenaza real, a causa de las lluvias, movimientos de masa e inundaciones este año dejan ya 35 personas fallecidas, más de 25 viviendas destruidas y 2.700 afectadas por averías y son muchos lugares del país los que hoy se encuentran en alerta naranja ante el peligro.

En 1987, en Medellín, un deslizamiento de 20.000 metros cúbicos de montaña, ocasionó la muerte de más de 500 personas, multiplicidad de damnificados y viviendas destruidas en el sector de Villatina. El cerro de Pan de Azúcar, donde se encontraba edificado, colapsó por  fallas geológicas, aunado a situaciones de mal manejo de aguas generaron esa tragedia sin que se haya descartado, además, la hipótesis que expone la comunidad de una explosión de material utilizado por los militantes del M-19 en ese sector de la ciudad.

Sin duda esa tragedia, aunque casi olvidada, ha sido de las más dolorosa en la capital antioqueña por la pérdida simultánea de tantas vidas, al punto que al final por la imposibilidad de la recuperación de cuerpos sepultados, obligó a convertir a esta zona en camposanto.

Pero de 1987 hasta hoy se siguen repitiendo estas desgracias. Cinco años atrás, un 1º de abril, Mocoa -en el departamento del Putumayo- fue víctima de similar tragedia. Los ríos Mocoa, Sangoyaco, Mulato, La Taruca y La Taruquita, después de una serie de lluvias desbordaron sus caudales históricos y se abrieron paso entre la ciudad. La consecuencia fue que centenares de personas que perdieron su vida, hubo cientos de heridos, decenas de desaparecidos y miles de mocoanos que pasaron a ser desde entonces damnificados económicos al perder viviendas, enseres y muebles que hacían parte de su patrimonio y que desaparecieron esa madrugada.

Hoy muchos continúan esperando la terminación del proceso de reconstrucción de esa zona de Mocoa y la reubicación total de las familias que sufrieron por el embate que hizo ese día la naturaleza.

Si bien es cierto que el desarrollo urbano en Colombia ha ido de la mano de la pobreza, los factores de violencia con desplazamientos forzados desde los campos hacia las ciudades y la falta de oportunidades en materia de vivienda y techo digno, también lo es que el estado ha sido permisivo. Pero este tema debe ser controlado porque el costo al final en vidas humanas y daños materiales es muy alto y lo pagamos todos.

Esta convivencia cómplice de ciudades desarrolladas y prósperas, con un submundo de improvisación y riesgos que se concentran en zonas específicas de asentamientos humanos de cada una de ellas, hace que la amenaza de nuevas tragedias siga presente y que no podamos asegurar  que tragedias como estas no se repetirán.