Lo que me ha impresionado siempre de la historia de Jesús, hecho hombre, es la donación que hizo de su propio sufrimiento para redimir a otros. Dio su Sí al despojo total, al abandono. En cada latigazo recibido, físico y moral, iba también su docilidad, su entrega. Pero no fue sometimiento a la maldad del verdugo, sino donación del dolor padecido como semilla de resurrección. Dejó de ser un sufrimiento inútil y se transformó en sufrimiento redentor.
Desde su condición humana, aceptada, qué duro debió ser para JESÚS el descenso a las oscuridades más profundas del alma de la criatura. Experimentó la violencia en su propia carne, la soledad, el abandono, la duda, la deslealtad. Su renuncia, su vaciamiento, no fue divino, fue "libre albedrío" humano. Nos enseñó la ruta, nos dejó conocer la inmensa capacidad del hombre para vaciarse de sí mismo y dejarse habitar por Aquel que lo trasciende, que lo plenifica. Aquel que en la oscuridad de la muerte lo despertó a su condición divina.
Hay una palabra teresiana que me produce cierta fascinación: "desasimiento", que podría traducirse como desapego. El sólo imaginar por un momento el peso de nuestra carga mental y material, agobia. La mayor parte de lo acumulado sobra. Sólo que no lo sabemos, porque hemos perdido nuestra capacidad de decantar. Si nos hicieran el favor de ponernos patas arriba, como en una caricatura y vaciarnos, apreciaríamos la enorme carga de desperdicio que hemos consumido sin digerir y que ha degenerado en una pandemia de ego, una enfermedad que es muy difícil de sanar, porque es casi imposible de detectar por quien la padece. ¿Quiénes lo logran? Los que perciben el abismo que hay entre lo que han alcanzado y lo que desconocen.
Volviendo a JESÚS, no sólo se despojó de si para redimir a otros, sino que cargó el dolor de la humanidad, incluido el ocasionado a su madre. ¿Puede haber mayor desgarro?
Su descenso al otro no sólo fue físico, en el lavatorio de los pies, un acto de Amor en el servicio, sino que supo reconocer las heridas profundas en los pecadores que encontró a su paso y descendió con ellos a las zonas más oscuras de su pecado, para rescatarlos, no para avalarlos.
Es inevitable imaginarlo en el huerto de los Olivos, sólo y angustiado. Lo único que podía ofrecer al Padre era su propio despojo, lo que pudo llegar a considerar un fracaso desde el punto de vista humano. Allí nos descubrió la oración donde la nada y el todo hacen unidad en la dignidad de la renuncia, de la no resistencia, del aparente abandono en las manos del verdugo, pero con la humildad de quien se ha hecho cuenco para recibir eternidad.