Nuestra belleza | El Nuevo Siglo
Viernes, 6 de Octubre de 2023

Como estamos hechos de Amor -insisto, con mayúscula porque va más allá de las emociones- tenemos una belleza inherente. Te invito hoy a reconocerla.

La mayoría de los seres humanos vibramos bonito con lo bello y experimentamos emociones como la sorpresa y la felicidad cuando estamos en presencia de un momento armonioso. Sí, la belleza nos conecta con lo esencial, pues va de la mano de lo bondadoso y lo verdadero. Nos emocionamos con una puesta de sol y sus múltiples colores, con una flor que se abre para darnos su aroma, con un arroyo que corre entre rocas milenarias. Contemplar lo bello en la naturaleza nos permite reconciliarnos con la vida.

¿Nos podemos, entonces, reconciliar con nosotros mismos al reconocer nuestra belleza? Tenemos una belleza inherente, que a lo mejor perdemos de vista por los gajes de la cotidianidad. Te invito a parar unos minutos y a reconocer esa belleza que es tuya, antes de maquillarte o de rasurarte, antes de salir de tu más profunda intimidad y de recurrir a lo accesorio. Esa relación con nuestra propia belleza nos conecta con lo más sagrado, con el templo del Espíritu que somos. Hay algo mucho más grande que nosotros, aquello que nos da la vida cada día. En esa acción generosa, amorosa, hay belleza.

Para quienes nos hemos dado mucho palo en la vida, que nos hemos castigado bastante, reconocer no solo nuestros errores -tanto como asumirlos-, sino también la belleza de nuestros actos nos permite reconciliarnos con nuestra propia historia.  La belleza no es solo física: también es emocional y racional.  Somos esencialmente bellos, pero a medida que vamos creciendo perdemos la consciencia de esa belleza, nuestra conexión con ella. En esa pérdida influyen nuestra familia de origen, el entorno cercano, la escuela y todos los escenarios en los que el reproche se sobrepone a la compasión. 

Cuando perdemos la compasión con nosotros mismos también la perdemos con los demás. Entonces, podemos dejar de ver su belleza, salvo que nos resulte gratificante para nuestros egos. Así, la belleza propia y ajena se convierte en un trofeo para exhibir, no una condición intrínseca a cada ser humano. Al dejar de ver la divinidad en nosotros y los otros, nos volvemos objetos mutuos. Mi cuerpo se vuelve objeto cuando tengo que adornarlo para estar bien conmigo mismo o con los demás. Los otros cuerpos se convierten en objetos cuando lo bonito solo es motivo de placer.

Hoy podemos reconocer nuestra propia belleza, no como un acto de narcisismo, sino como de honra. La belleza que no tiene adorno, porque no lo necesita. La belleza que nos pone en comunión con la Divinidad, con todos y el Todo.

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