La manía republicana de solucionar los problemas sociales mediante la expedición de normas es crónica y se enfrenta a la práctica colonial del “se obedece, pero no se cumple”, que se preserva hoy.
La hipertrofia regulatoria es inversamente proporcional a la eficacia de los derechos y quita espacio a la lógica y a la ética. El derecho no crea la realidad, por lo que imponer, restringir y sancionar conductas no asegura que se logren los objetivos sociales.
Recientemente, el frenesí contractual de un inescrupuloso servidor de confianza del alto gobierno, que debe ser investigado, provocó la expedición de una directiva presidencial que define nuevos controles para la contratación por prestación de servicios con el Estado. Ahora tendrá que validarse si el postulante tiene otros contratos con el sector público o si sus familiares son contratistas públicos.
¿Un papel adicional, frente a la ya larga lista de requerimientos, frenará las malas prácticas contractuales? Acaso no es la labor de los supervisores la que permite tener certeza sobre el cumplimiento de lo pactado, o la autonomía y debida planeación de los responsables contractuales las que blindan del tráfico de influencias. ¿Con cuántas entidades públicas podrá tener relación contractual una persona? ¿Tendrá que definirse el número por otra regulación? ¿Y qué pasa si el cónyuge está contratado por otra institución?
La calentura no está en las sábanas. Estos episodios a pesar de lo escandalosos, no pueden distraer la consideración de lo esencial, que toca con la deliberación y definición de una política de Estado en materia de contratación por órdenes de prestación de servicios.
La justicia y, en particular, el Consejo de Estado ha señalado claramente las pautas para que procede dicha vinculación con el sector público y las condiciones de autonomía, especialidad técnica y temporalidad en que resulta legítima.
Se trata de cumplir los parámetros existentes pero, especialmente, de adoptar decisiones estructurales para que se recomponga el talento humano del Estado y se aclare el eufemismo de las nóminas paralelas, pues el número y funciones de los contratistas dan cuenta de profundas debilidades en la organización de la institucionalidad pública.
La formalización laboral de los contratistas por prestación de servicios, para garantizarles condiciones de equidad y trabajo digno, debe ser el propósito estratégico, en el que se comprometan esfuerzos por varios años y en paralelo con una revisión integral de la burocracia estatal.
Más prioritario que reducir el número de congresistas o bajar sus ingresos es reconocer derechos de los trabajadores por contrato y actualizar las plantas de personal que realmente requieren las entidades.
En alto número, los contratistas hacen lo mismo que los servidores públicos, no obstante, deben asumir las cargas de su seguridad social, no cuentan con prestaciones y están sometidos al vaivén clientelista de turno. La mala administración de este recurso, genera la principal causa de conflictos laborales con el Estado, provocando al final costos indemnizatorios muy elevados, luego de desgastantes procesos judiciales, lo que permite concluir que la fórmula de reducir las nóminas y engordar la contratación para disminuir el tamaño estatal, no ha dado resultados y que el remedio ha salido más costoso que la enfermedad.
¿No es acaso hora para que los contratantes aporten a las cajas de compensación familiar y tengan los contratistas acceso al subsidio familiar?
Se acaba de expedir la Ley 2195 de 2022 en materia de transparencia y lucha contra la corrupción. 69 artículos adicionales que hacen más intrincada la regulación en este campo. Mientras se llenan los nuevos formularios y se interpretan las nuevas disposiciones, la lógica y la ética brillan por su ausencia. Menos normas y más liderazgo moral puede ser el camino.