Resucitó ¡Alleluia!
“Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños”. (Mt. 11, 25; Lc. 10,21), dijo Jesús al referirse a la sencillez y humildad necesarias para creer en las realidades grandiosas que revela la fe. Solo con esa disposición de ánimo se puede creer, sin vacilación, todo el misterio de la Redención desde que Dios se haya hecho hombre, engendrado en cuanto tal en una Virgen sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo (Mt. 1,20; Lc. 1,35), que ese “Hijo del Altísimo” (Lc.1,32) fuera crucificado, muerto en afrentoso patíbulo (Lc. (Lc. 23,33 y 46), fuera sepultado (Lc. 23, 50-56), y, al “tercer día”, como lo había anunciado resucito (Jn. 2,19- Lc. 24,7,),.
Allí nos ha llevado la fe que hemos recibido de nuestros mayores, y que nos ha hecho oír, nuevamente, al celebrar la Resurrección del Señor, la voz de ángeles frente al sepulcro vacío, que nos han repetido como a los primeros seguidores de Jesús: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? ¡No está aquí ha resucitado!” (Lc. 24,5-6). Creer todas esas verdades, que están en la raíz de nuestro acogido y amado cristianismo, solo se consiguiera por la disposición que destacará el Divino Maestro, y a un regalo de la gracia de Dios.
Por gran bondad de Dios, después de dos mil años, en estas mañanas pascuales, millones de humanos estamos aceptando, con alegre júbilo, esas grandes verdades. Estamos repitiendo hoy, como los Apóstoles ante pruebas palpables, de haberlo oído y tocado y comido con Él: “Es verdad, el Señor ha resucitado, y se nos ha aparecido” (Lc. 24,34). Reafirmada la fe con celebración piadosa de la Semana Santa, unimos también hoy nuestras voces entusiastas en torno de Jesús con el cántico de la Iglesia en el Domingo de Resurrección “¿Qué has visto de camino, María, en la mañana?: a mi Señor glorioso, la tumba abandonada; los ángeles testigos, sudarios y montaje.¡Resucitó de veras mi Amor y mi esperanza!”.
Después de ese torrente de verdades que rodean la pasión, muerte y resurrección del divino Nazareno, quedan atrás los enardecidos enemigos suyos, desde los confundidos fariseos hasta los engreídos “ateos” de nuestros días. Qué confortante, en cambio el baño espiritual, con fe en la Resurrección, que anima nuestro vivir, tras el cual nos exhorta el mismo gran Apóstol a “llevar una vida nueva”, unida a la de Jesús, quien, una vez resucitado, no muere más (Rom. 6,9-11). Cristo es nuestra cabeza en ese cuerpo místico que es la Iglesia (I Cor. 12,12-30), ha resucitado, y, entonces, contra lo enseñado por los saduceos, San Pablo pregona con certeza la resurrección de los humanos para eterna gloria o para condenación. Por esto afirma: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron” (I Cor. 15,20).
Nos colma de la “alegría evangélica”, pregonada en nuestros días por el amado Papa Francisco, seguir escuchando el pleno de verdad y valiente discurso del apóstol Pedro, quien, lleno del Espíritu Santo (Hech. 2,4), habla en plaza pública, en Jerusalén, exponiendo su vida, enrostrando a los jefes del pueblo judío, diciéndoles: “Ustedes lo mataron clavándolo en la cruz, por manos de unos impíos, pero a éste Dios le ha resucitado librándolo de los lazos del abismo, pues no era posible que lo tuvieran bajo su dominio” (Hech. 2,13-25).
Este es el pregón de victoria sobre la muerte, logrado por el Hijo de Dios, con tanto amor enviado para salvarnos (Jn. 3,16), quien pasa de la muerte expiatoria del pecado, victorioso por la resurrección para nunca más morir él (Hech.10, 40). En su testimonio han dado conscientes y alegres su vida los apóstoles y millares de seguidores de Jesús muerto y resucitado, con júbilo y segura esperanza: “¡Resucitó y Alleluia¡”.
*Presidente del Tribunal Ecco. Nacional