En acto de sincera respuesta a su conciencia, como algo definido de rodillas ante Dios con humildad, con sincero corazón, con valentía, Benedicto XVI ha entregado el cargo de mayor responsabilidad que existe en el mundo. La Iglesia Católica Apostólica Romana, no obstante las fragilidades humanas de dirigentes y dirigidos en ella, tiene el encargo trascendental de realizarla, teniendo siempre a Jesucristo como su cabeza (Col. 1,18; I Cor. 12, 4) la misión de ser para el mundo luz que ilumine las tinieblas (Jn. 1,9) y ser portadora de vida, aún para aquellos que la rechacen o la desprecien. Es su misión, como la de Jesús, para que los humanos tengan verdadera “vida en abundancia” (Jn. 10, 10).
Portaestandarte de esa gran tarea es el Vicario de Jesucristo, el Papa, Sucesor del Apóstol Pedro, a quien el mismo Salvador le entregara las llaves de esa empresa de máxima responsabilidad (Mt. 16, 19). El 19 de abril de 2005 fue elegido para cumplir esa apabullante misión el cultivado teólogo alemán Joseph Ratzinger, asistente de un gran cardenal (Fríngs) en las sesiones del Concilio Vaticano II (1962 -1965), destacado profesor en universidades, conferencista sobre una Iglesia renovada, como en Bogotá (1973), brazo derecho del extraordinario Juan Pablo II. Asume la dirección como continuador de la obra magnífica de Pontífices como Pio XII (1939 – 1958), quien abrió las puertas de la fe hacia las nuevas realidades y gestó en su Pontificado un ambiente que reclamaba algo que su Santo sucesor, Juan XXIII, pensó que debía realizarse, el Concilio Vaticano II, como Paulo VI, eje central de ese trascendental Concilio, y como Juan Pablo II el que impulsó la aplicación pastoral de las enseñanzas del Concilio y puso en marcha una Nueva Evangelización que reclama, desde un auténtico cristianismo, la vivencia real de la fe, dentro de una apertura afectiva a un convivir comunitario de ella.
Impulsar toda esa magnífica obra iniciada por su Predecesor fue lo principalmente realizado por el dimitente Benedicto XVI, en medio de las dificultades grandes, que venían del pasado, que con serenidad, prudencia y decisión, afrontó en su corto Pontificado.
Fue en 1409 (hace 6 siglos) cuando el Papa Benedicto XII renunció a su legítimo título de Papa para abrir las puertas a una nueva época, para superar así el llamado “Cisma de Avignon” que había llevado a la gran encrucijada de tres que reclamaban el Pontificado. Es histórico el que en nuestros días, con otro Benedicto, se produzca el hecho de la renuncia del Papa, por sentirse débil por su edad y quebrantada salud para regir la Iglesia, y para propiciar que, con insistentes plegarias ante Dios, vengan efectivos resultados de las claras y firmes decisiones que él tomó. Que venga un nuevo Pontífice que, con mayores fuerzas asuma esa pesada cruz de dirigir la Iglesia. Es un llamado a recordar que el centro de ella no es, ésta o aquella persona que visiblemente la dirige, sino el propio Jesucristo, y con la permanente asistencia del Espíritu Santo.
Es histórico el paso dado por el Papa al renunciar, algo que en unas seis (6) ocasiones se ha dado en dos milenios, pero no es lo extraño de este hecho el que hará que, estemos ante un “Papa que se quedó en la historia” como bien se ha dicho (Virginio Romano – El Tiempo 14-02-13). Es que el papa Benedicto, como dice el mismo serio comentarista, fue “capaz de crear acontecimientos inolvidables”. (Continuará)
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*Presidentedel Tribunal Ecco. Nal.
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