Ante confabulación contra la vida
Tema incomparable, algo que por instinto natural se quiere conservar, algo que se da a los humanos para su propia realización y consagrarlo al servicio de causas de bien, esa es la vida. Jesús de Nazareth, en la presentación de lo esencial de su misión puso como su máxima tarea que los suyos “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10,10).
Qué ideal tan precioso presentó el santo y sabio Pontífice Juan Pablo II en su Encíclica El Evangelio de la Vida (25-03-95). Desde la Introducción coloca la vida como “una realidad sagrada”, que se nos confía para que la custodiemos con sentido y responsabilidad, y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos. Estas expresiones, y los contenidos a lo largo de la Encíclica, engrandecen la realidad y sentido de la vida, pues la luz que ofrece el mensaje religioso, menospreciado por tantos, da gran valor a realidades como ésta y en nada obstaculiza los ideales de la superación de sociedades bien consolidadas.
La vida que infundió el Creador al ser humano al darle un soplo divino (Gen. 2,7), es don que a éste comunica y del cual ha de dar cuenta a El incrementado con el fruto de su labor. Qué bello ideal el de la debida utilización de la vida, donde Dios, con seguridad de infinita recompensa, pero también es severa la sentencia si, por negligencia, no se ha dado fruto (Mt. 25, 14-36). Cada ser humano, merece máximo respeto, en este su camino de superación, y, de allí, el reclamo social y religioso contra todo atentado contra la vida desde su concepción hasta el final de su existir en la Tierra.
Pero, en contraste con esos ideales, con esa “cultura de la vida”, tenemos, gentes empeñadas en campañas que bien se pueden señalar como sembradoras de una “cultura de la muerte”. Con profunda pena denuncia el Pontífice cómo “hay una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son los niños aún no nacidos, que están siendo aplastados en su derecho fundamental a la vida” (n. 5d). Se defiende hoy, en aras de la ecología, la vida de los animales y de las plantas, pero, al tiempo qué campañas tan fuertes para negarles la vida a los niños en el vientre materno, autorizando su destrucción para darle toda comodidad a una madre que de tener sentimientos humanos debería darlo todo por el hijo de sus entrañas.
Para abrir paso a esos desnaturalizados sentimientos humanos, y autorizar, también, la “eutanasia” o “suicidio asistido”, y de allí a todo suicidio, se acude, al “eclipse de Dios”, a sacar al Ser Supremo de las mentes para que su sagrada Ley, que es bien insustituible de la humanidad, sea opacada. Pero, quiérase o no, queda en los humanos la voz de la conciencia que estará gritándoles. “No matarás” (Ex. 20), y se oirán, aunque se trate de huir, aquel reclamo: “Se oye la sangre de tu hermano clamar a mi desde el suelo”. (Gen. 4,10).
Sacar el pensamiento religioso de estas deliberaciones sobre la vida es propuesta de algunos, sin advertir que esa verdad está tan entrañablemente unida a la humana naturaleza. Es que hay en ese pensar y sentir bases inconmovibles no solo religiosas sino científicas, enraizadas en las mentes y corazones humanos. Nos encontramos, felizmente, con un Dios autor y dueño de la vida, sin que los humanos tengan derecho a suprimirla, ni en sí ni en sus semejantes. Hay “muerte digna” cuando se la recibe con valor, con respeto a la voluntad del Dueño de la Vida, y no con débil fuga del dolor.
Frente a la aterradora confabulación contra la vida, queda la esperanza de que con inteligencia y noble acogida de voces sabias como la de un Juan Pablo II, concluyamos, con él optando por la “civilización de la verdad y del amor, para alabanza y gloria deDios Creador, y amante de la vida”.
*Presidente del Tribunal Ecco Nacional