El Papa Francisco de otra parte
El Papa se niega a vivir en las habitaciones papales del Vaticano, joya artística que por tradición aún alberga la vida cotidiana de la curia romana y concita la admiración de más de mil millones de feligreses. La radical decisión la ha convertido en poco más que en un museo, mitad lugar de peregrinación, mitad oficina curial. Detrás de esa decisión de abandono hay también una tradición que desde hace por lo menos 1.500 años ha pugnado por hacerse valer.
El estudio del papado es una afición que devela el alma de Occidente como lo entendió Toynbee. Y la primacía que se les da a los nuncios, reconociéndolos como decanos del cuerpo diplomático es apenas una de las consecuencias prácticas de esa antigüedad. Basta con pensar que las primeras constituciones europeas se inspiraron y fueron precedidas por las reglas de convivencia de los monjes medievales que elegían democráticamente por voto a los Abades y fijaban derechos y deberes de la comunidad con claros trazos de igualdad y libertad en el sentido moderno. Y fueron los únicos que en Europa salvaron los conocimientos perdidos tras el colapso del Imperio Romano, posibilitando el Renacimiento. Ese saber leer y escribir conllevó a que el Estado los cooptara para capacitar a sus funcionarios y con ello se desdibujó su sentido originario. La vocación se trocó en posibilismo, el papado se hizo guerrero y monárquico, y la Iglesia entró de lleno en las cruzadas y en la Inquisición. Y con el advenimiento del Estado-nación surgió el principesco Cardenalato. Afín al mandarinismo del complejo imperio chino.
Un economista católico calculaba que con lo que se viste a un Cardenal se pueden construir varias casas de interés social. Decía que entre los cardenales aunque jubilados por la Santa Sede se les asegura vivienda, oficina, alimentación y mensualidades que superan los cinco mil euros, libres de impuestos. En el Concilio Vaticano se pidió a los altos prelados cambiar la cruz preciosamente enjoyada, en una de madera por lo que simboliza. Paulo VI, ante la caída de feligreses, incluso llamó la atención a los cardenales insistiendo en que “no solo deberían ser pobres sino parecerlo”. Pero fue en vano. Continuaron los trajes de la Casa Gammarelli, las zapatitas Gucci rosadas - uva a la medida, la ropa interior de Dior, los relojes Rolex cuyas pulseras hacían juego con las joyas de los indiscretos anillos, por no mencionar las limosinas en las que se desplazaban demasiados de ellos. ¿Habrá alguien hoy que crea en su soledad central qué el rojo cardenalicio simboliza sacrificio? En fin no lograron superar el complejo principesco del que nos habla airado el ejemplar Papa Francisco cuyo nombre hace alusión a la tradición del pobre de Asís. Y sin dar demasiadas explicaciones ha entregado a los abusadores de menores al brazo secular, intervino al Banco Vaticano cuando se descubrieron sus piruetas de lavado. Y de una forma algo más que metafórica ha dejado a los cardenales más reacios, habitando un bello museo. Mientras él trabaja, vive y duerme en otra parte.