Lunes, 11 de Abril de 2016
Farc y bacrim
La extensión y los alcances del reciente paro armado ejecutado, en días pasados, por el clan Úsuga no sólo demostraron la dimensión de la amenaza que encarna esta organización criminal, sino que también sembró legítima inquietud sobre la posibilidad de erradicar la violencia de la vida nacional. Las Farc, en cínica postura, insistió en condicionar la firma del acuerdo de paz a la desaparición del paramilitarismo, supuestamente representado por ese clan delincuente y por las organizaciones que se le asemejan. Con ello, pretende presionar nuevas concesiones unilaterales que, sumadas a las ya concedidas a lo largo de la extendida negociación, tienen más sabor de rendición que de acuerdo.
Los comandantes en La Habana conocen muy bien la naturaleza criminal de las bacrim y saben que son organizaciones criminales sin propósito contrainsurgente. Y lo han constatado por su común dedicación a actividades de narcotráfico, microtráfico, minería ilegal, contrabando y extorsión, que han favorecido acuerdos entre ellos y tejido solidaridades para enfrentar y someter al Estado.
Esas asociaciones explican también la renuencia de la Farc en extender los ceses de fuego unilateral y bilateral al cese de hostilidades, para prolongar así sus actividades criminales, revictimizando en varios departamentos a quienes han atropellado sin merced por varias décadas, al amparo ahora de la neutralización de la Fuerza Pública y con el mal disimulado propósito de convertir esos territorios en zonas de ocupación fariana.
Hoy, son más dicientes y numerosas las similitudes que las diferencias entre guerrillas y bacrim. Las primeras parecen más carteles que delincuentes políticos y las segundas son bandas criminales que quisieran disfrazarse de rebeldes, unas y otras fortalecidas por el emporio cocainero y avizorando beneficiarse con la impunidad acordada en La Habana. Sus lazos de solidaridad se tejen en el delito, sin que en sus relaciones exista asomo de identidad o de diferencia ideológica y política.
El Gobierno debe tener claridad sobre el trato que debe dar a unas y otras: la desarticulación definitiva de las organizaciones guerrilleras y el sometimiento a la justicia de las bandas criminales, sin caer en la trampa que lo primero se supedite a lo segundo. Ello presupone para ambos el abandono definitivo de toda actividad ilegal y violenta y la entrega de armas, laboratorios y rutas. Si no ocurre así, la consecuencia obligada será el crecimiento del escepticismo y desconfianza del ciudadano en el éxito de la negociación y del sometimiento, requisitos indispensables de una paz duradera y sostenible. Sería el peor escenario posible.