MARÍA CLARA OSPINA | El Nuevo Siglo
Miércoles, 30 de Abril de 2014

El gran día de los Juanes

 

Ambos escogieron el nombre del discípulo amado de Jesús para ser nombrados durante su pontificado. Juan XXIII y Juan Pablo II fundaron sus papados en el amor. La doble canonización, ocurrida en Roma este  27 de abril, es una muestra de cuantos caminos hay para llegar a la santidad.

Dos hombres muy diferentes, el italiano Angelo Roncalli y el polaco Karol Wojtyła, fueron quizá los dos papas más destacados del siglo XX y con seguridad los más amados, paradójicamente fueron también polémicos y atacados.

Representantes de dos corrientes opuestas, el primero un renovador decidido, el segundo un conservador convencido. Ambos encabezaron cambios profundos. Ambos enfrentaron amenazas, ataques e insultos provenientes de enemigos de la Iglesia y del propio seno de la misma. El Papa Francisco los reconoció durante la ceremonia de canonización como: “sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte”.

El Papa Roncalli enfrentó a los enemigos del cambio. El Papa Wojtyla, a los enemigos del concepto de Dios, de su existencia, a líderes comunistas que pretendieron prohibir la religión a sus pueblos, cerrar o derribar iglesias, desterrar, encarcelar, o asesinar sacerdotes y creyentes. La extrema izquierda, comenzando por la de su amada Polonia, enfrentó en Juan Pablo II a un coloso indetenible.  

Juan XXIII llevó a la Iglesia, a través del Concilio Vaticano II, a la más intensa, oportuna y, también criticada, modernización. Con su figura bonachona, el italiano enfrentó las tormentas que todo cambio trae y sacó adelante una Iglesia renovada, que regresaba a sus raíces, donde el sacerdote hablaba el idioma de sus feligreses, no les daba la espalda cuando celebraba la misa. Vaticano II desechó costumbres y ritos enquistados en la liturgia, ajenos a la esencia del evangelio.

Pensar que estos dos hombres fueron perfectos es un absurdo; ningún humano es perfecto. Naturalmente tuvieron sus fallas. Su canonización no significa un reconocimiento de perfección; al contrario, significa un reconocimiento a su constante esfuerzo en superar su condición humana, en conquistar sus fallas, servir a Dios, a su pueblo y a su Iglesia. A ellos debemos perdonar sus errores. De ellos debemos imitar su ejemplo, su valor, su sencillez, su amor a María, su constante trabajo en defensa de las enseñanzas de Jesús.

Hoy, el Papa Francisco camina siguiendo sus pasos; como ellos, es un pastor cercano a su rebaño, humilde. Con sus acciones promueve el cambio, el regreso a la Iglesia de todos.

Ver la Plaza de San Pedro atestada por cientos de miles de peregrinos, entre ellos los emocionados polacos, oír el regocijo de voces en todos los idiomas, el fervor de los jóvenes, colma de esperanza. Esta es una Iglesia viva, que se renueva, que corrige sus errores y reconoce el mérito de dos de sus grandes hombres.

Presenciamos el sentido abrazo del Papa emérito Benedicto XVI y de Francisco, otros dos hombres diametralmente opuestos en su manera de defender y gobernar la Iglesia. Otra prueba de los múltiples caminos que hay para servir a Dios.