En mi papel como educador, no me corresponde hacer un análisis político de eventos como el ocurrido en la pasada consulta anticorrupción, ni una ponderación de ese hecho en virtud de lo que represente para quienes participan de manera activa en la escena política del país. Creo que el papel que tenemos quienes actuamos en cualquiera de los ámbitos de la educación, tiene que ver más con el desafío de elevar la conciencia y la calidad de la discusión y el debate, desde la presentación de unas posiciones equilibradas y bien fundadas, que inviten a reflexionar sobre el papel ético de los ciudadanos en una sociedad.
A todos los que participamos del reto de educar jóvenes para la libertad nos atañe un encargo complejo, y es el de orientar a las personas a nuestro cargo a estructurar un criterio y un pensamiento sólido, que se fundamente en el apego estricto e incondicional a un código particular de principios, y a mejorar progresivamente la calidad de las ideas, procurando siempre crecer como interlocutores agudos y críticos, pero por sobre todo íntegros y ecuánimes.
Desde esa posición, considero que resulta imperativo transmitir mensajes explícitos que lleven a los jóvenes a identificar las situaciones que, en nuestra sociedad, representan mandatos morales, y que, por lo mismo, deben comprometer inequívocamente a todos los ciudadanos por igual.
No revelaré en este espacio si voté o no la consulta anticorrupción, ni mi opinión particular sobre el ejercicio. Lo que sí creo inexcusable es señalar que sus resultados significaron para mí la refrendación a lo que considero uno de esos mandatos morales: el de poner tanto esfuerzo como me corresponda en la tarea de formar personas capaces de ser fieles a sí mismas, y de construir proyectos de vida dominados por la comprensión adecuada de la virtud, y alejados de las voces seductoras de la tentación.
Hace exactamente un año, el país estaba reunido en un ambiente de esperanza y alegría alrededor de la visita del Papa Francisco, quien, en su intervención ante centenares de jóvenes en la plaza de Bolívar, los invitaba al reto de construir una “cultura del encuentro”, donde todos fuéramos capaces de salir de nosotros mismos para unirnos a los otros con humildad, con sencillez y con amor. En esa invitación, el Papa hizo alusión a lo que, en su concepto, representaba una muy fuerte tentación, y es la de caer en la relativización. En la búsqueda de las zonas grises, a veces tan necesarias, podemos caer en todos los males que representa volver todo relativo, maleable.
Indistintamente de la posición de cada uno de los ciudadanos, considero que en el contexto de los problemas que aquejan a un país como el nuestro, debemos identificar qué no se puede relativizar, por representar nada más y nada menos que un mandato moral. Y en lo que tiene que ver con el mensaje que transmitió el clamor de más de once millones de ciudadanos, el mandato de eliminar las prácticas corruptas de nuestras vidas no se encuentra en la zona de los grises y representa, más que un mandato legal (que no fue), un elocuente mandato moral. La labor de materializarlo, lejos de lo que se cree, no corresponde a quienes lideran o quienes ejercen posiciones de poder. La labor corresponderá, en los actos sencillos y en los actos más grandes, a todos por igual.
* Rector del Gimnasio Campestre