Si la alcaldesa de Bogotá propone crear un cuerpo especial para investigar y combatir la violencia exacerbada de los delincuentes venezolanos, se le viene el mundo encima acusándola de xenofobia, de discriminación contra los migrantes y de fomentar un supuesto discurso de odio que parte de una generalización “injusta” porque la mayoría de los venezolanos serían en realidad «víctimas» de sus circunstancias, gente “honesta” que trata de superar la grave situación que les tocó afrontar.
Hasta ahí todo parece cierto; sin embargo, no hay tal xenofobia ni discriminación. Lo que hay es un veto a la libertad de expresión propiciado por esa corriente que quiere imponer la corrección política a toda costa, aun pasando por encima de la verdad o, mejor aún, creando la verdad que les conviene a esos que pretenden imponerle a la sociedad un nuevo modus vivendi a la medida de sus delirios.
El asunto no se ve solo aquí. Desde hace años ha hecho carrera en Europa la imposibilidad de denunciar y combatir los crímenes cometidos por migrantes, sobre todo por musulmanes. De hecho, en países como Suecia y Alemania está prohibido informar sobre los delitos que cometen constantemente, como las frecuentes violaciones, y cuando se hace la denuncia se suele omitir la condición de migrante del victimario, máxime si es musulmán. Es similar a lo que ya ocurre en nuestros medios, en los que se habla de “extranjero” y no de “venezolano” cuando se refieren a un delincuente de esa nacionalidad.
Lamentablemente, la acusación de “xenofobia” se ha convertido en un arma arrojadiza para impedir que los migrantes sean aconductados y sancionados por sus actos o simplemente expulsados del país cuando así lo merecen. Es un pretexto que apela a una aparente falta de sentido humanitario con el fin de dejar sin piso las sindicaciones; es un intento de avergonzar y deshonrar a quienes se atrevan a criticar a los migrantes para que se autocensuren y rectifiquen públicamente su posición por miedo al matoneo al convertirlos en blancos de las masas biempensantes.
Pero es fácil demostrar que la tal xenofobia en el caso de Colombia no existe, y para ello el asunto del paso de migrantes por el Golfo de Urabá hacia Panamá cae como anillo al dedo. La noticia de que cada mes centenares de migrantes provenientes de África, Asía y el Caribe atraviesan el país de sur a norte para cruzar el Tapón del Darién y recorrer toda Centroamérica hasta llegar a los Estados Unidos, no es nueva; hace años que se conoce la problemática. Sin embargo, ese tránsito de ilegales no ha generado la menor resistencia porque no se ha visto que tenga incidencia en la comisión de delitos; más bien, son estos migrantes, que van tras el sueño americano, los que a menudo terminan siendo víctimas de los avivatos en nuestro país.
Alguien dirá que la xenofobia entre nosotros no se manifiesta cuando el extranjero está de paso, inyectando algunos recursos en la economía, pero que otra cosa ocurre cuando estos, en buen número, se quedan, compitiendo con los locales por las fuentes de sustento, los subsidios estatales, la atención en salud y educación y, ahora, hasta por las vacunas. Algo así como “¡interés, ¡cuánto valés!”. No obstante, es de sentido común que los colombianos no somos culpables de la debacle del socialismo del siglo XXI y que nuestra solidaridad no puede ir más allá de nuestras capacidades, ni podemos echarnos a cuestas responsabilidades que no son nuestras.
No es ninguna xenofobia criticar el albergue de 4.000 afganos en Colombia, sino una opinión perfectamente válida que se enmarca en el derecho a la libertad de expresión. Es que a todos nos duele la situación en la que ha quedado ese país por la torpeza de Joe Biden, pero de ahí a recibir a miles de personas de una cultura tan distinta, cuando tenemos tantos problemas, hay mucho trecho. Hasta Austria se niega a recibirlos.
@SaulHernandezB