Cada nueva ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura que se celebra en octubre tiene connotaciones que trascienden a la inmortalidad asegurada del ganador. En el planeta entero, durante los segundos en los que el portavoz de la Academia Sueca abre el sobre que le cambiará la vida al nombre que porta, miles de almas distintas a las de los candidatos aguantan la respiración y paralizan sus latidos, a la espera de la frase que está a punto de ser pronunciada, pues saben que con esta podría haber llegado el día de su suerte. Son las editoriales detrás de los laureados los otros ganadores para quienes el Premio Nobel es un reconocimiento silencioso al buen ojo de sus reclutadores literarios y el comienzo de un largo trabajo de cosecha del esfuerzo invertido.
No es mentira para nadie que el Premio Nobel no solo constituye un merecido baño de gloria, sino que también es agua de mayo para toda la cadena de producción en una industria a la que los profetas del caos no se cansan de dar por muerta. Este revulsivo económico es una bendición para todas las editoriales, pero en particular para las independientes que se juegan la vida a diario con cada venta. De entre estas, Anagrama es tal vez la única que ha logrado dar el mayor salto de calidad, pues tras 20 años resistiendo con Kenzaburo Oé (1994) como estandarte ha conseguido encajar un triplete de lujo con Patrick Modiano (2014), Kazuo Ishiguro (2017) y Olga Tokarczuk (2018) que le permitirá respirar tranquila durante, al menos, una década.
Colosos como Penguin Random House cuentan entre sus filas con un rosario envidiable de autores galardonados que les aseguran su supervivencia, mientras que otros sellos de perfil discreto como Kailás o Malpaso encontraron en Mo Yan (2012) y Bob Dylan (2016) su tabla de salvación para seguir a flote. Aunque en las tinieblas otras exquisitas editoriales como Tusquets, Salamandra o Impedimenta esperan con los dedos cruzados a que Haruki Murakami, Margaret Atwood o Marysé Condé se conviertan en su tiquete hacia la tan deseada como relativa estabilidad.
Este tipo de verdades inapelables del mercado y la reciente revelación de que el agente de Louise Glück, la poetisa ganadora del Premio Nobel 2020, habría terminado su relación de 14 años con la modesta editorial valenciana Pre-Textos para fichar con una firma de mayor músculo financiero, nos copa de perplejidad ante las injusticias literarias de nuestro tiempo. Años de lealtad con inversiones considerables en traductores profesionales para expandir las fronteras de la obra de Glück en un gremio complejo y de difícil rentabilidad como la poesía, nos obligan a retomar el eterno dilema de si el Premio Nobel es una plataforma de reivindicación de los autores desconocidos cuyo talento superlativo se ve eclipsado por bajos índices de rotación o si simplemente debe servir de buena excusa para vender más ejemplares y seguir alimentando el negocio. La respuesta no es clara, pero la estrategia del agente de Glück hace que nuestro corazón empiece a decantarse por una.