De ellos casi nadie se ocupa. No son los desplazados por la violencia. Tampoco son los miles de venezolanos que a diario vemos caminando por carreteras a lo largo y ancho del país. Son los millones de colombianos que en menos de cien años pasaron del campo a las grandes ciudades. Antes, éramos un país rural. Ahora, somos mayoritariamente citadinos.
Europa logró concentrar su población en las ciudades con una cifra similar a la nuestra (75%), sólo que en su caso obraron dos “elementales diferencias”. Mientras nosotros lo hicimos en un siglo, ellos se han tomado más de veinte en esa transformación. La nuestra no pudo ser más abrupta, por no decir salvaje. Ellos la hicieron de manera gradual. Nosotros de un solo tajo.
La segunda diferencia es aún más esclarecedora. En el viejo Continente, las ciudades surgieron como lugares virtuosos, en los que las combinaciones de diferentes conocimientos dieron lugar al fenómeno de la Industrialización y por ende a una mayor demanda de mano de obra que debió desplazarse desde el campo. En el caso nuestro, los centros urbanos se nutrieron de campesinos que al llegar no encontraron esa oportunidad laboral, por cuanto aún no se ha surtido ese proceso de creación de Industria que al menos, le de un valor agregado a los productos primarios. Y así las ciudades se llenaron de cinturones de miseria, con todos los problemas de orden social que ello conlleva.
La pregunta que surge, es ¿cuáles fueron los factores para que en Colombia se diera esa migración? A simple vista, tenemos que aceptar que todos los tipos de violencia obligaron a que la gente huyera a los centros urbanos para proteger su vida. Pero esa no es la única causa.
Podríamos afirmar, que el Estado ha sido el mayor responsable, a lo mejor sin proponérselo, de ese desplazamiento.
Todas las políticas públicas gubernamentales, han privilegiado a los habitantes de la ciudad, quizás por la inmediatez, o por la cercanía, o por la facilidad del encuentro de sus habitantes, cosa que no ocurre para quienes viven en zonas rurales. Para efectos de cualquier programa, ciertamente es más fácil localizar 100 personas concentradas en un barrio, que hacerlo con campesinos dispersos en una vereda.
Lo cierto es que, entre otras razones, la falta de atención en salud ha sido motivo de desplazamiento, por la simple búsqueda de un profesional de la medicina, o para la realización de un examen médico de mediana complejidad, etc. Hay municipios del país, en los que ya no hay siquiera registro de nacimientos. Y no es porque no haya natalidad. Es porque las madres que van a dar a luz saben de los grandes riesgos que tienen de morir, ella o su criatura, si se quedan a merced de los precarios recursos de su terruño y prefieren trasladarse a parir en un centro urbano.
En materia de educación el panorama es más grave. Los hijos de los campesinos deben viajar para estudiar una carrera técnica o universitaria. Y lo más paradójico, es que una vez capacitados, ya jamás regresan. De ninguna manera quieren hacer el trabajo de sus padres. El resultado es que no hay quien trabaje la tierra.
La política de vivienda sí que ha contribuido al desplazamiento. Los más importantes programas en esa materia se han llevado a cabo en las grandes urbes y han brillado por su ausencia en las zonas rurales. Y ahí sí que es bien perverso el mensaje, “véngase que aquí le damos vivienda”.
Al día siguiente el campesino está empacando sus cosas, y con su familia llega a la ciudad a reclamar el techo que en el campo se les niega.
Solamente con el programa del Ministro Vargas Lleras, y gracias a que en el Senado propusimos que las casas gratuitas se hicieran en “todos los municipios del país” y no sólo en los de más de 100.000 habitantes, se logró saldar por vez primera la deuda pendiente con la vivienda rural.
Seguramente habrá otras causas. Por hoy preguntémonos si ese desplazamiento no debe parar ya. Colombia debe definir hasta dónde debe llegar su concentración de la población en las ciudades. Y si quiere que exista campo o no.