Las estadísticas dicen que en Bogotá unos crímenes aumentan y otros disminuyen. Pero lo cierto es que la percepción ciudadana es que en materia de seguridad la ciudad es un caos: asaltos y asesinatos en el transporte público, robos a mano armada a apartamentos y casas, raterismo urbano, ataques con cuchillo para hurtar bicicletas, robo de vehículos y más. La alcaldesa echa la culpa a los venezolanos -y claro que tienen parte- pero en el fondo hay una disputa de Claudia López con la policía cuando los incidentes vandálicos de hace unas semanas.
Después del gobierno de Samuel Moreno y el carrusel de la contratación y de Petro que fue un desastre, la alcaldesa tiene bien ganado el tercer lugar entre las peores alcaldías.
Recientemente fue capturado un criminal que robó a puñal a una funcionaria de TransMilenio. El delincuente tenía veintiséis, léase bien, veintiséis “entradas” por delitos similares a la cárcel. Y estaba en la calle tan campante. La culpa no es de la alcaldesa, por supuesto, sino del sistema.
Según la ley, no todos los delitos tienen la misma gravedad. Por ejemplo, hay hurto simple -sin fuerza ni violencia sobre las personas o las cosas- y hurto calificado, en el cual hay violencia. Las penas son, obviamente, distintas (arts. 239 y 240 del C.P.). Si lo hurtado no supera el valor de un salario mínimo, la pena puede reducirse o, si es menor de tres años, ser suspendida. El juez debe considerar los antecedentes personales, familiares y sociales del acusado y concluir que no existe necesidad de la ejecución de la sanción. Una pena de doce años puede reducirse a dos. Y todos tan contentos: los delincuentes, naturalmente, los jueces porque aplican la ley y el Estado porque no hay cárceles donde internarlos. ¿Y la sociedad?
Un delincuente que tiene veintiséis “entradas” es un tipo peligroso. Un viejo decreto, el 0014 de 1955 que se convirtió en ley en 1971 y luego desapareció en una de las tantas reformas a la justicia inocuas e inútiles, decía que representaban “estados de especial peligrosidad”, entre otros, los que tenían antecedentes penales y de policía; los vagos; los que fingieren enfermedad o defecto orgánico para dedicarse a la mendicidad; los proxenetas; los contrabandistas; los que atemorizaren a las personas con armas de fuego o portaren puñal, cuchillo, u otro instrumento destinado a causar lesiones personales; los que suministraren a otra persona drogas o tóxicos de cualquier clase; los que fueren sorprendidos al sustraer o pretender sustraer ilícitamente dinero u otros efectos personales; quienes de modo habitual negociaren bienes, mercancía u objetos, cuya procedencia legítima no pudiere establecerse; los ladrones de vehículos; los urbanizadores piratas; y los usureros.
La pena principal era la “relegación a colonia agrícola”. Araracuara, en los límites entre Amazonas y Caquetá, aunque “fundada” en 1937 (gobierno López Pumarejo) en plena manigua, a la que solamente se accedía por avión o por los ríos, fue la más famosa. Funcionó como penal hasta 1971. Era autónoma en agricultura y agua y generaba su propia energía.
Deberían tomarse medidas para restablecer esas colonias y enviar a ellas a los reincidentes -el 80% de los delincuentes liberados por los jueces, reinciden- y a los que no pueden estar sueltos como los ladrones comunes. Los responsables de delitos muy graves seguirían en cárceles de alta seguridad. Y se acabaría el hacinamiento. Hay más de 110 mil presos, hacinados en los 130 penales del país cuya capacidad no llega a 80 mil. Otro tanto tienen casa por cárcel y unos 22 mil son reincidentes.