Si se creyera a los entusiastas del momento, la “multipolaridad” -con sus variantes: “multipolar”, “multipolarismo”, etc.- sería el abracadabra de las relaciones internacionales; el conjuro que, correctamente pronunciado, traerá al mundo una nueva era de paz y prosperidad, de solidaridad e inclusión, de justicia y equidad, de emancipación y autonomía, de participación y cooperación. “Correctamente pronunciado” significa para ellos, obviamente, pronunciado por y desde eso que llaman “sur global”; aunque que nunca puedan justificar con claridad el alcance de esa etiqueta, ni explicar la exótica amalgama a la que la aplican.
Cualquiera que se tome la molestia de echar un vistazo, aunque sea sólo una hojeada rápida a la historia universal, se dará cuenta de cuán equivocados están esos entusiastas. Como casi siempre, también en este caso, el entusiasmo no puede ser sino un embeleco o una obnubilación. No hay nada que pueda darse por sentado sobre un sistema internacional multipolar, mientras dure. Por lo demás, la multipolaridad es un dato sobre la distribución del poder entre las grandes potencias. Ni más ni menos, aunque eso, de por sí, ya sea bastante.
Un dato: no un propósito, ni un proyecto, ni un programa. El resultado, ciertamente, de un proceso: uno cuyas fuerzas estructurales y vectores determinantes, en buena medida, no dependen de los actores que intervienen en él, singularmente considerados. No se puede “construir un mundo multipolar” como quien juega con fichas de Lego.
Por si fuera poco, nada garantiza que la multipolaridad conduzca a eso que sus propagandistas prometen. Multipolar era el mundo de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII -ese cuyo epítome fue la Paz de Westfalia-. Multipolar era el mundo contra el que se enfrentó Napoleón, y también el que emergió de Viena y Waterloo. Multipolar era el mundo en el que Napoléon III puso en el trono de México a Maximiliano de Habsburgo, y el que en Berlín se repartió África como si fuera una torta. Multipolar era el mundo de 1914 y en 1919, así como el del periodo de entreguerras.
Ese es el quid del asunto. La multipolaridad puede conducir al gran concierto europeo del siglo XIX -que fue muchas cosas, y algunas muy buenas, pero en modo alguno una prefiguración del paraíso- o al gran desconcierto de 1938 -que fue tantas otras, pero sobre todo el prólogo de un holocausto-. Huelga decir que uno y otro, tan distintos, desembocaron en las mismas aguas procelosas de la guerra… ¡Y qué guerras!
Como entre los entusiastas de la multipolaridad hay no poca gente inteligente, hay que buscar las raíces de su fervor en algo que no sea la valoración objetiva de las lecciones de la historia -que apagarían rápidamente sus ardores-. Casi sin excepción, se hallará que en el fondo su devoción a la multipolaridad no es sino una expresión refinada de su odio a Occidente. Lo que verdaderamente excita su ardor es que esa multipolaridad, que tanto encomian como un dechado de virtudes, sea antioccidental, revisionista, revanchista, y contra hegemónica. Todo lo demás, en realidad, les parece accesorio y fútil, aunque no tengan la sinceridad de confesarlo.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales