Lo que estamos viviendo, más que una época de cambios es un cambio de época. En este diagnóstico coinciden Bill Gates, el presidente Biden y las encíclicas del papa Francisco.
La velocidad misma del cambio ha cambiado.
Lo que ocurrirá en los diez años próximos equivaldría a lo ocurrido desde los años setenta hasta hoy. Esta extrapolación no es fantasiosa, puede hacerse calculando las patentes de los últimos años de la tecnología ya disponible. Por supuesto no puede profetizar nada sobre el impacto social sobreviniente, por cuanto la sociedad es un animal vivo, sensible. Su consciencia es una razón no computable, ni previsible. Sería como intentar hallar la raíz de un número desconocido, que tiene el atributo de no ser número.
Los estadistas occidentales constatan que sus proyecciones (cuando aciertan), no reciben el entusiasmo que esperaban. Peor aún, que los supuestos que tenían como logros laudables despiertan indignado repudio. No salen de su asombro, pero insisten en sus escuetas cifras. Desentrañar ese repudio se lo dejan a otros, como si fuesen entomólogos suecos en la amazonia ante un ente desconocido. Pueden entender que la pobreza genere protestas, eso avala su metro, lo confirma. Pero cuando un cierto grado de bienestar logrado, no se traduce en agradecimiento por la fórmula, el hechizo se rompe y quedan perplejos. Si queremos tildar a esos pueblos de querer locuras, convengamos que son locuras colectivas.
En los países que imprimían liderazgo vemos a los campeones del comercio mundial reducirse a isla pleonástica con el Brexit sin hacer cuentas elementales, justo en esa isla que se precia de ser campeona del empirismo. Y también ver a Estados Unidos devenir enemigo de los emigrantes que le han forjado su riqueza. No es sorprendente que otros pueblos cometan errores simétricos y a veces opten por gobiernos populistas que gastan más de lo que producen, hasta que el gasto se agota.
Lo que caracteriza a la sociedad occidental hoy es el temor por el futuro. Prevalece la sensación de que algo peor va a suceder día tras día. El ideal de “progreso” sustancial a nuestro imaginario desde el racionalismo del siglo XVIII, se ha convertido en un “despuesismo”, en un cheque posdatado y sin fondos. Es un algo digno de temerse. Tras los informes del crecimiento progresivo del bienestar que cotejan los estadistas, lo que se palpa es un malestar en la cultura. Los jóvenes en busca de empleo sienten una amenaza en la inteligencia artificial que usan. Y todo lo que se les diga, está contrastado por la destrucción planetaria que no tabularon los brujos del progreso indefinido.
La fuerza esclava africana desde el siglo de XVIII. De irlandeses huyendo del predador imperio británico, de hindúes que hacían lo propio. Y desde el siglo XIX los latinoamericanos, sobre todo mexicanos que no cruzaron la frontera, sino que fue la frontera norteamericana la que los cruzó a ellos cuando el imperio se tomó por la fuerza el 52% de México.