Desde todos los ángulos de la opinión se sigue analizando la relación que el Gobierno mantiene con las Cámaras Legislativas. Es explicable que así sea por cuanto contradice la costumbre generalizada de los gobiernos de recurrir al “barril de los puercos” para asegurarse mayorías en el Congreso, como lo practicó el expresidente Juan Manuel Santos, imitando a Abraham Lincoln, según lo confesó, con modestia y humidad, en el reciente libro “La Batalla por la Paz”.
Es que en el balance del arte de gobernar en democracia y el deber ser de la política surgen tensiones múltiples, estudiadas por filósofos y politólogos, que han orientado el debate y que, para el caso colombiano, nos permite hacer algunas precisiones: todas las fuerzas políticas que concurran a la victoria tienen derecho a estar representadas en el gobierno. Se facilita de esa manera convertir en leyes y hacer realidad las promesas de campaña.
La ambición de lucro personal, el afán de dinero fácil ha distorsionado ese derecho y lo ha convertido en costosa y dolosa componenda. Así mismo, la difusión de poder es inherente al sistema democrático occidental. Por eso, las elecciones regionales de gobernadores, alcaldes, diputados, concejales y ediles. Se trata de evitar la concentración del poder en pocas manos, de cerrarle la puerta a los regímenes personalistas. La perversión de esa garantía ha dado lugar a los gobiernos despóticos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, para citar ejemplos a la mano.
Todas esas desviaciones y la corrupción, anclada en las más altas esferas del poder, han hecho que en América Latina siga decreciendo peligrosamente la adhesión al ideal democrático. En el ajedrez de nuestra realidad la decisión del presidente Iván Duque de mantener la relación Gobierno-Congreso ajena a transacciones perniciosas le está concediendo al sistema democrático la legitimidad moral que le ha restado la venalidad y el abuso de los recursos públicos.
Es, sin duda, una apuesta de gran transcendencia en el devenir del país porque asegura la continuidad de los programas y con ella la eficiencia de un Estado hasta ahora paquidérmico y moroso. Esa apuesta no está exenta de dificultades y derrotas, como lo hemos visto en estos días. Por lo mismo, no es procedente confundir representación política con reparto burocrático. Tampoco se debe caer en el angelismo político, representado en el episodio del cristiano que quiso atravesar el campo de batalla con una flor en la mano. Hay que hundir la suela de los zapatos en la arena política y responderle al pueblo las promesas propuestas en la justa presidencial. Al fin y al cabo, “el verdadero fundamento de todo gobierno es la opinión de los gobernados”.
Ahora bien, si los dirigentes de los partidos en lugar de chantajear con sus deseos burocráticos blandieran el escudo de los valores que impulsaron la creación de sus colectividades, podrían trabajar con Duque en la búsqueda de una sociedad más equitativa, que ha sido su propósito principal. Juntos podrían darle repuesta a un pueblo inconforme y dividido que se debate entre la esperanza y la falta de oportunidades, entre la fe de sus mayores y la realidad desconcertante que lo circunda. Y sería un freno a la polarización estéril.