De niño contaban que en Dinamarca un circo se estaba incendiando y que el director del circo mandó al payaso que corriera al pueblo a pedir ayuda, pero el mensajero no alcanzó a quitarse el disfraz y el pobre gritaba, desesperadamente, auxilio, incendio, y todos se reían de él, creían que estaba haciéndole publicidad al circo, y mientras este mas gritaba y lloraba, la gente lo aplaudía mas, se reían y lo felicitaban por su estupenda actuación. Nunca le creyeron que estaba diciendo la verdad. Poco después el fuego abrasó el pueblo.
Hoy nos dicen, las grandes mayorías, que la verdad no existe, que solo los payasos creen en la verdad, estos son motivo de risas -gracias a los materialistas interesados en la desaparición de la verdad- hoy, quien hable de la verdad es el payaso, es visto como un animal raro, mal informado, fanático, ignorante. Han quemado siglos de maduración del universo espiritual: origen de todas las ciencias. Han archivado la razón de la persona humana, borrando, así, la historia del fabuloso desarrollo de las capacidades propias y exclusivas del hombre. El humanismo, que nos llevó a un desarrollo que nadie hubiera soñado a fines del siglo XVI, es un triste sofisma.
No obstante, ¿quién, pensante, se atrevería negar que existen aviones, computadores, autopistas…, gracias a la verdad y a la imaginación humana: ideas, fines, conciencia o libertad (conceptos que son extraños a la física, a la biología y la psicología)? ¿Podrían existir estos inventos sin conciencia, libertad: verdad? ¿No son estos el vocabulario propio, exclusivo del interior del hombre? ¿Se puede comprender la verdad sin una voluntad que busque el bien? ¿Tiene sentido soñar sin un qué, por qué y para qué? ¿Se puede negar que estas realidades espirituales responden exclusivamente a las leyes del espíritu humano?
Cuando empezaba mis clases de ética, acostumbraba pedirle a los alumnos que levantaran la mano los que no creían que existe la verdad y rara vez había alguno que no la levantara, y todos se burlaban de estos últimos. Después peguntaba a algunos ¿quién eres? y estos me daban su nombre y yo les decía (jocosamente) que no sabían quién eran. Después les preguntaba que si se les cambiara su nombre ellos dejarían de ser los que son… el interrogatorio seguía con ¿Quién de ustedes no es el que es…? Y me decían: “yo soy”. ¿Son únicos? ¿Son irrepetibles? Al final preguntaba, otra vez si son verdad las ideas, los fines, la libertad -la conciencia y la verdad, la creatividad y trasformar, lo bello; los qué, porque y para qué- o si estas son resultado de la ingeniería, de la física, de la química, de la economía… Así, entendían las razones de la verdad de la ética. Claro que les costaba aceptar su prejuicio, pero, con el tiempo, reconocían la razón de la verdad y su importancia para la vida humana en el siglo XXI. En fin, las clases sobre la verdad del ser humano se convertirían en la razón de un diálogo valioso y útil, hasta para los alumnos más escépticos. Habían entendido que somos un espíritu en el tiempo.