La guerra por derrocar al presidente Duque para tomarse el poder y acabar con la democracia en Colombia, perpetrada por lo que Trotsky definiría como “una pequeña tropa fría y violenta, instruida en la táctica insurreccional” (Curzio Malaparte, Técnica de golpe de Estado, 1931), tiene un capítulo de importancia capital en el ámbito de la información, la manipulación del discurso y la distorsión de la verdad, todo con el fin de crear una narrativa que favorezca a los golpistas otorgándoles el respaldo de unas masas ciegas que creen que los están redimiendo.
Y, como es obvio, la primera mentira es que el pueblo colombiano se volcó a las calles a protestar por el proyecto de reforma tributaria presentado por el Gobierno al Congreso. Primero, no hay duda de que la reforma fue un pretexto, como lo fue en Chile el aumento del pasaje del metro o, en Ecuador, la eliminación del subsidio al combustible. Por eso, cuando el proyecto se retiró, el comité del paro incumplió su promesa de levantar las protestas y planteó nuevas exigencias. Segundo, no hay tal pueblo colombiano protestando en las calles; los marchantes son una escasa minoría: no más de 250.000 personas que equivalen al 0,5% de la población, compuesta mayoritariamente por estudiantes universitarios y sindicalistas que asisten a todas las marchas en sus ciudades y luego se reparten geográficamente para ejecutar actos vandálicos y bloqueos. Y, tercero, porque muchos de estos agitadores son gente contratada que ni conoce ni le importan los motivos supuestos o reales de la protesta, y ni siquiera el quién los contrata o el origen de los recursos. Les pagaron por hacer daños y originar desórdenes y ellos cumplen con su parte.
Otra de las más grandes falacias es hablar de “protestas pacíficas” cuando la verdad es que este paro ha sido sumamente violento desde el primer día por parte de los manifestantes, que no han tenido el menor recato para incendiar policías, destruir y saquear almacenes, bancos, gasolineras, peajes, buses, estaciones de transporte, empresas de todo tipo, camiones, hoteles y todo lo que se les atraviese. A esa ficción hay que agregarle el infundio de que las marchas son tranquilas hasta que aparecen los “vándalos infiltrados” a hacer daños. No, los marchantes se dividen funciones; ahí van camuflados los más violentos y experimentados en terrorismo urbano, cuyo accionar infunde temor en la sociedad.
Además, no puede considerarse como pacífico un movimiento de protesta que se está focalizando en bloquear los ingresos a las principales ciudades y diversos sitios neurálgicos de las mismas, con lo que se impide la libre movilización de los ciudadanos, la actividad empresarial y las tareas básicas de abastecimiento de alimentos y hasta de prestación de servicios de salud: se ha impedido el transporte de pacientes en ambulancias, de medicinas, de oxígeno para los enfermos de covid-19 y hasta de las mismas vacunas. Sitiar a la gente en sus casas equivale a secuestrarlos.
Ahí se cierne otra de las grandes mentiras: el publicitado “derecho a la protesta”, con el que se violan flagrantemente los derechos de los demás, como si se tratara de un derecho absoluto que está por encima de todo. Realmente, en la Constitución de 1991 no figura el “derecho a la protesta” y mucho menos se permite que en su cumplimiento se puedan efectuar bloqueos -de hecho, están prohibidos- pisoteando los derechos de los demás, pues si bien existen los derechos a la reunión, a la manifestación, a la libre opinión, etc., también los hay a la libre circulación, a la salud, a la alimentación, a la tranquilidad, a la vida, etc., todos los cuales están siendo violados por una minoría que pretende someter al país.
A propósito, el constitucionalista Juan Manuel Charry destaca que varias sentencias de la Corte Constitucional (T1059/01, T-926/ y 927/03, T-413/05) establecen que los paros nacionales no tienen protección constitucional, y que en la sentencia C-742/12 se señala que la obstrucción de vías públicas es un delito penal y que esa prohibición no restringe la protesta social.
@SaulHernandezB