Ninguna política anti-terrorista es ciento por ciento efectiva, ni puede aspirar razonablemente a serlo. Ni siquiera un sistema de vigilancia y control casi absoluto de las actividades de los individuos, al modo de la peor pesadilla orwelliana, podría asegurar la invulnerabilidad de una comunidad frente a esa forma peculiar de violencia política que es el terrorismo. En ese sentido, la eficacia de los esfuerzos anti-terroristas, el éxito de las agencias de inteligencia, las fuerzas del orden y las autoridades judiciales, debe medirse no en función de los atentados terroristas que ocurren sino considerando aquellos que logran efectivamente anticipar y que casi siempre permanecen fuera del conocimiento público.
Fue el presidente Theodore Roosevelt el que por vez primera -tras el asesinato de su predecesor, William McKinley- convocó a una campaña mundial contra el terrorismo. Un siglo después, otro inquilino de la Casa Blanca, George W. Bush, lideró otra guerra global contra el terrorismo. Y su vicepresidente, Dick Cheney, advirtió en junio de 2005 a los grupos de operaciones especiales del ejército estadounidense: “Nos enfrentamos a una larga guerra, y nuestros enemigos están esperando que bajemos la guardia”. Como lo ponen en evidencia los recientes acontecimientos de Bagdad, Dacca y Niza, esa larga guerra está lejos de haber terminado. Por el contrario: da la impresión de estarse perpetuando.
El mundo experimenta uno de los ciclos más intensos de actividad terrorista de la historia. Sus protagonistas ya no son las clásicas organizaciones fuertemente jerarquizadas y poco numerosas, sino, sobre todo, agentes autónomos y dispersos que actúan por inspiración antes que por coordinación. “Lobos solitarios” que logran producir un “efecto jauría”. Individuos de muy diverso perfil que, con menores o mayores grados de radicalización, derivan de una promesa escatológica (la del restablecimiento del Califato perdido) la justificación para perpetrar ataques en los cuales, de paso, subliman sus propias frustraciones personales, que poco o nada tienen que ver con un catálogo coherente de “causas objetivas” o “condiciones subyacentes”.
En esta guerra perpetua no hay propiamente campos de batalla, ni parapetos o zonas seguras. Tampoco batallas decisivas ni victorias finales. La nueva normalidad es el “estado de excepción” que, sin embargo, nunca será suficiente para garantizar lo que promete; y que paradójicamente, contiene el germen de la destrucción de aquello que presuntamente dice defender. Ahí radica -y no en la letalidad ni en la espectacularidad de los ataques, por muy execrables que sean- el verdadero riesgo para la civilización occidental y el orden liberal. Y es ahí donde los yihadistas podrían acabar triunfando.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales