La corrupción es tan antigua como la humanidad. Como dice el penalista Rosario De Vicente, “hay testimonio de su existencia en todos los tiempos, sistemas políticos, culturas y religiones. La corrupción es un vicio de los hombres, no de los tiempos, decía Séneca.” Sobre este fenómeno se han hecho descripciones a partir de sus efectos más que de sus causas y, por ello, no hay una definición unívoca.
La corrupción en términos generales se asocia con las conductas o comportamientos que despliegan los funcionarios públicos para favorecer de manera ilícita un interés particular buscando un beneficio. Es el uso abusivo de la función pública a la que se trata como un negocio. Por eso la corrupción se manifiesta a través del soborno, del tráfico de influencias, del prevaricato, del cohecho, del interés ilícito en la celebración de contratos, tanto en el sector público como en el sector privado y se retroalimentan entre sí.
Hoy la corrupción es un fantasma que recorre a Latinoamérica y el mundo, como hemos tenido oportunidad de evidenciarlo en gobiernos de distintos países. Es lo que Rafael Ballén llama “la globalización de la corrupción que opera como una red de vasos comunicantes que penetra y une el sector público y la empresa privada, destruyendo el tejido social, con la misma facilidad que cualquier líquido derrite un cubo de azúcar”. Y, desde luego, Colombia no es la excepción.
En nuestro país las encuestas han revelado que la opinión pública ha considerado en diferentes momentos que la corrupción es más grave que el narcotráfico y la guerrilla, sin reparar en la dependencia de los dos últimos males y que el narcotráfico es fuente de corrupción.
En la actual coyuntura hay un alud de corrupción que permea diferentes esferas de la estructura del Estado y amplios sectores de la empresa privada y la sociedad que amenaza con socavar las bases de nuestro sistema democrático. Sucesivos gobiernos han hecho esfuerzos y adoptado medidas para combatirla, pero estas no le apuntan a sus causas que se localizan más en el diseño y en las reglas de funcionamiento de nuestro sistema político.
La corrupción última que estamos viviendo en el país ha tenido que ver con los medios de financiación de las campañas electorales. Lamentablemente, se han abierto paso mecanismos de financian privada con origen diferente que la Constitución de 1991 no vislumbró se podían presentar. Para corregir esta situación se ha propuesto la financiación total de las campañas electorales, que puede ayudar a que la competencia sea más democrática, pero habría que complementarla con la adopción de listas únicas por los partidos para las corporaciones públicas. Y como se trata de hacer un ejercicio audaz de purificación de las costumbres políticas y cerrarle el paso a la corrupción, llegó la hora de implantar el voto obligatorio, así sea con carácter temporal. Para implementar esta medida nos toca situarnos por encima de la vieja discusión en el sentido de si el voto es más un derecho que una función constitucional. Se trata de restablecer la legitimidad del sistema democrático.