Hace años el PNUD me contrató para coordinar la unificación de la educación de los países centroamericanos (Panamá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala). Se trataba de lograr un consenso entre estos. Así las cosas, se le comunicó a cada ministerio de educación que de lograrse este propósito el PNUD daría cincuenta millones de dólares: en su momento una suma bien interesante. Me correspondió visitar a los ministros de educación de cada país para evaluar las respectivas políticas educativas, y elaborar una propuesta de trabajo para el estudio de cada ministerio, yo volvería para socializar la propuesta.
Después se desarrolló un primer borrador de trabajo que se mandó por correo a los respectivos ministerios, además se le dio el tiempo necesario para que ministerio lo estudiara. Cumplido el plazo para estudiar la propuesta, se comunicó a los ministros que habría una visita para estudiar el documento de trabajo.
La visita fue al Salvador: el ministro de educación me estaba esperando al pie de la escalera del avión (acompañado de la televisión nacional y de periodistas) y después de un afectuoso abrazo me pidió que le contara a su país que yo traía en mi maletín los 50 millones. Traté de decirle que teníamos que hablar en privado, pero él insistió en los dólares, nunca entendió que se trataba de acordar consensos. Al ver que ni el jefe de planeación sabía de qué estaba hablando resolví volar a Honduras inmediatamente, en este caso la razón para no haber leído el documento la ministra fue que estaba recién posesionada. En Guatemala pasó algo parecido. A Panamá no pude llegar, el presidente acababa de morir en un accidente aéreo. Costa Rica es caso aparte, la educación era interesante y efectiva.
Y llegué a Nicaragua. En pleno régimen sandinista ese país estaba sitiado por Estados Unidos: era un cuadro dantesco. Nada les llegaba del exterior. Aun así, la educación estaba en manos de Fernando Cardenal: maduro, brillante y culto, comprometido con su revolución. Los norteamericanos tuvieron un monigote vitalicio como presidente, después a su hijo: el hambre, el nepotismo, la injusticia eran la ley. En fin, el ministro me dijo que le dejara mi copia personal del documento y que los funcionarios lo estudiarían durante la noche y que volviera el día siguiente a las 9 am.
Mi primera sorpresa fue que habían pasado la noche estudiándolo: como no había energía eléctrica en el país habían hecho mecheros con aceite de cerdo y el jefe de planeación iba leyendo. Inmediatamente, empezaron a preguntar y sugerir con un interés, sensatez y emoción. Pero lo que más me sorprendió fue que de los funcionarios (más de noventa) no pasaban de veinte años.
Me dolió, también, que uno de los jóvenes asistente me pidió permiso de despedirse de su mamá: se estaba muriendo. En ese país los mayores de treinta años no podían tener atención de salud de ninguna especie y a él parecía justo. Por su ideología se quedaron sin el pan y sin el perro. ¿No estaremos viajando hacia allá si no educamos integralmente?