JUAN DANIEL JARAMILLO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Lunes, 26 de Mayo de 2014

NO A PENAS SIMBÓLICAS

El Fiscal y los filólogos

En  su columna de ayer, María Isabel Rueda reprocha con toda razón la conducta inaceptable del fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre. Sin embargo, es muy benigna al exaltar sus condiciones de jurista sabio. Con toda la modestia, debo decir que en materia de Convenios de Ginebra de 1949 sobre Derecho Internacional Humanitario y Protocolos Adicionales de 1977, así como en jurisprudencia y normatividad de todos los tribunales penales existentes hasta hoy, como de la Corte Penal Internacional, la sabiduría del Fiscal deja las más preocupantes dudas.

Yo, como profesor de derecho internacional, no dudaría, al escucharlo, con ponerle un cero aclamado.  ¿De dónde saca la teoría fantasiosa de que, por ejemplo, el manipulador de un menor en bomba humana -criminal de guerra si nos atenemos a los Convenios de 1949, y violador de nuestro Código Penal si atendemos a los tipos penales domésticos-, una vez procesado, puede pagar su pena con trabajo social? Como lo sabemos muy bien quienes hemos trabajado en instancias criminales internacionales (puede corroborarse mi afirmación con el doctor Rafael Nieto Navia), las cortes criminales supranacionales han venido edificando jurisprudencia inequívoca en el sentido de que los sentenciados deben cumplir mínimos sustanciales en privación absoluta de la libertad.

El secretario-general de la ONU, Boutros Boutros-Ghali, fue tajante al darse inicio a los tribunales para la Antigua Yugoslavia y Ruanda en 1995, en el sentido de que penas simbólicas no serían aceptables a la comunidad internacional y menos a las víctimas. Le correspondió a nadie menos que sir Brian Urqhuart, veterano funcionario de la Secretaría General, articular estos principios en un documento que establece la exigencia de imponer penas en tiempo reales y los factores de mitigación. Los subsiguientes secretarios Kofi Annan y Ban Ki-moon han sido enfáticos en reiterar la gravedad de los crímenes enmarcados dentro de las leyes de La Haya de 1899 y 1907 y de Ginebra de 1949 y 1977.

Hay por ahí unos filósofos- filólogos que han resuelto ponerse abusivamente la toga judicial y escribir ladrillos injurídicos donde pulula la confusión. Así, la justicia transicional y el posconflicto exigen que las penas sean diluidas y, por ese camino, los derechos de las víctimas y principios milenarios de justicia y equidad terminan en la cesta de la basura. No lo dicen directamente estos latinistas de nuevo cuño, metidos a juristas, pero de sus lucubraciones resulta con que basta que la pena se quede en el papel. El gran filósofo británico Gilbert Ryle dijo alguna vez que la preocupación con la teoría del símbolo es una enfermedad de ciertos filósofos para quienes el significado es sólo un problema verbal, un típico sub-problema. Entonces el significado último que para la sociedad tiene la ausencia de impunidad (casi 80 por ciento en Colombia) y la existencia de penas es un problema menor para nuestros filósofos que decidieron legislar.

Las penas símbolo y la reivindicación por vía del trabajo social son esperpentos jurídico-internacionales que no aguantarían el examen del Parlamento Europeo en Estrasburgo o del Congreso de EE.UU. Ni de la academia seria en el mundo. Los engendros del Fiscal y de los filósofos-filólogos hablan mal de sus capacidades analíticas.

Bertrand Russell estableció la división tripartita en proposiciones falsas, verdaderas y desprovistas de significado. Para el fiscal Montealegre el trabajo social es una proposición verdadera y para los filósofos-filólogos las penas carecen de significado para la sociedad. El problema grande (léase problema en mayúsculas) es que para el derecho y la sociedad sus propuestas rebasaron la raya de la lógica y lo que contienen es falsedad abierta.

¡Ojo señores Fiscal y filósofos-filólogos!