SIN PEDIR PERMISO
Mi García Márquez
Gabriel García Márquez deja de pertenecer por fin a una casta de aduladores profesionales que, reclamando su proximidad, resolvieron convertirse en intérpretes autorizados de la vida y obra del genio literario. Cien Años de Soledad queda incrustado por los siglos de los siglos en el piso más alto de la creación artística. Y sin pedir permiso a la corte detestable de panegiristas y zalameros digo que GGM elevó la crónica al nivel de género literario excelso donde la poesía se cuela imperceptiblemente en narración exuberante y maravillosa.
En mi caso, empecé a leer puntualmente desde la secundaria las columnas dominicales que aparecían en El Espectador. Sus crónicas de viaje ahorraban la necesidad de coger un avión y atravesar océanos para conocer de primera mano tierras extrañas. Con cuidado las recortaba y las iba introduciendo en un folder al cual volvía una y otra vez. Sin deliberación, simplemente porque me colmaban, escogí dos preceptores en el oficio de escribir. Él y Álvaro Gómez Hurtado.
Una de estas crónicas, titulada “La noche caliente de Amsterdam”, escrita en el verano de 1982, me convenció de que GGM se deleitaba, como lo hacía Voltaire, en dejarle trampas tendidas al lector. Amsterdam fue una ciudad caribeña extraviada en el norte de Europa y Barcelona una nórdica perdida en el Mediterráneo escribió. Y en esa Amsterdam de aire lunático, olor de frutas podridas y pájaros muertos que le revolvía las nostalgias del Caribe, GGM llega a su hotel convertido en un caos. Abre la puerta de la habitación asignada y encuentra una pareja del mismo sexo en medio de una relación íntima. Pero aclara que nunca supo a cuál sexo pertenecían los dos seres.
Muchas veces he vuelto sobre esta crónica, como también sobre algunas otras de GGM, para encontrar trampas deliciosas de esta naturaleza: ¿cómo sabía GGM que la pareja era homosexual si no pudo percatarse del sexo? El rastreo de sus crónicas escritas desde Europa del Este en la década del 50 tiene, además de enigmas destinados a burlarse del lector, el mejor retrato de la opresión que vivían entonces Hungría y otros países de la cortina de hierro.
Que el Caribe arquitectónico empieza en Nueva Orléans, pasa por La Habana, Santo Domingo y San Juan para terminar grandiosamente en Cartagena de Indias, fue temprana teoría suya convalidada por estudios históricos posteriores. Y así, el genio garciamarquiano supo llegar al corazón de la biografía, la filosofía, la poesía, la pintura y la escultura.
El gran interrogante para mí -y estoy seguro que para los historiadores del futuro desasidos ya de todo espíritu tiralevita- son los ojos ciegos de GGM sobre las violaciones monstruosas de DD.HH. en Cuba, avaladas y certificadas por organizaciones gubernamentales y ONG. Violaciones que incluyen tortura infantil y abusos sexuales.
Quien siempre estuvo listo a alzar su voz contra el intervencionismo en terceros países se convirtió en 1974 en jefe de comunicaciones de las operaciones militares cubanas en Angola, en la transgresión más desvergonzada que se conozca de resoluciones de la ONU y del derecho internacional. En 1973 GGM se sentó semanas en La Habana a esperar que Fidel Castro lo recibiera para ofrecerle su apoyo en África. De este apoyo a una ilegalidad internacional nace su amistad entrañable.
Ni el gabismo se convierte en religión, como ha anunciado su agente, ni Gabo pertenece al infierno como una congresista procaz lo ha dicho. Es genio de genios literarios. Y el genio lleva su contrapartida inevitable de contradicción y ausencia de sentido en otros campos dijo Simone de Beauvoir. Nace con su muerte el genio puro, deshecho de hojarasca.