Tarjeta amarilla
Aunque no nos eliminó el grado de inversión, la reducción de la calificación que nos hizo la semana pasada Standard and Poor’s es una inquietante tarjeta amarilla que no debe subestimarse.
En el fondo, la reducción de calificación que nos hizo la agencia es un inquietante llamado de atención a la morosidad que ha caracterizado la adopción de medidas fiscales de fondo durante los últimos dos años.
El problema fiscal no es algo futuro: ya nos llegó. Con un déficit para el 2016 que sobrepasa el 4% del PIB (más de treinta billones de pesos) y una proyección -de no hacerse nada- para el 2017 de cerca de cuarenta billones de pesos, la situación no puede ser más inquietante.
Se había venido diciendo que si no se hacía nada serio iba a ser el mercado el que se encargaría de recordarnos la gravedad de la situación. Y eso es exactamente lo que acaba de suceder con el mensaje de Standard and Poor’s. Y lo inquietante es que pueden seguir el de otras agencias calificadoras.
¿Qué se va a hacer? Por el momento, en este semestre, el ministro de Hacienda ha dicho que puesto que se decidió postergar la reforma tributaria integral para el segundo semestre del año se hará un recorte en el gasto público del orden de $6 billones para la vigencia presupuestal del año en curso. Ojalá que para que el mensaje de austeridad sea rotundo no se recurra en esta ocasión al eufemismo que se utilizó el año pasado de los “aplazamientos” del gasto. Cuando se sabía de antemano que no iba a ser posible ejecutarlos. Es mejor, de una vez, llamar las cosas como son: recortes, y no aplazamientos.
¿Y qué más habrá que hacer? No solo presentar un proyecto de reforma tributaria integral durante el segundo semestre sino, lo que no es fácil, hacerlo aprobar en el Congreso de tal manera que entre el vigor a partir del primero de enero del 2017.
Si no se aprueba en la legislatura del 2016, sino en el 2017, todo lo concerniente a impuestos a la renta y en general a la tributación directa no podría entrar a regir sino en el 2018, por tratarse de impuestos de periodo que por ley y Constitución solo pueden recaudarse en el año siguiente a su aprobación. Lo que sería, por supuesto, gravísimo.
La reforma tributaria resolvió dejarla el Gobierno para el segundo semestre, con la idea de que durante el primero se firmaran los acuerdos de paz y se votara el plebiscito. De tal manera que no se revolviera la paz con los tributos.
Pero ¿qué pasará si el plebiscito -como no es improbable que suceda yendo las cosas como van- se queda para el segundo semestre? En tal caso resultará imperioso que en la legislatura que se abre el 20 de julio se presente y se tramite también la tributaria, pues ésta, por las razones anotadas, de ninguna manera se puede dejar para el 2017. Los mercados y las agencias calificadoras nos castigarían en tal evento con saña.
Ahora bien: esa reforma no solo tendrá que tener los contornos reposados y técnicos de una transformación estructural de la legislación tributaria, sino que desde el punto de vista de los recaudos tendrá que ser muy drástica: como profundo es el déficit que debe llenar. No es una reforma para darle gusto a todo el mundo sino que tendrá que sacar lágrimas y pisar callos.
¿Estará el Gobierno en la disposición política de proceder así? El tiempo del partido se está agotando y ya empezaron a salir las tarjetas amarillas. Pero es mejor actuar pronto antes de que lo que nos saquen sea una tarjeta roja.